Del ideal de Beccaria a la práctica penal precaria, hay un México en zozobra

“¿Queréis prevenir los delitos? Haced que la ilustración acompañe a la libertad.”

–Cesare Bonesana, Marqués de Beccaria

En México vivimos una realidad impregnada de inseguridad, impunidad y nula reinserción social. Nuestro sistema penal está lejos de materializar las ideas de Cesare Beccaria. Tenemos leyes, instituciones y voluntad. Sólo falta que los operadores jurídicos actúen con justicia social.

Nada más tétrico, indignante y, a su vez, inspirador que una idea cuya valiosa gracia carece de toda existencia material, de cualquier anclaje o correspondencia con esta realidad. Cuánta estimulante impotencia experimentamos frente al pensamiento escindido a causa del perenne antagonismo entre ser y deber ser, esto es, por el inconformismo inmanente al ser humano. Tenía razón Eduardo Galeano: aquello que debería ser, la utopía, si bien ofrece lo inasequible, al menos nos obliga a caminar cada vez un poco más. De ahí que si pretendemos transformar nuestro presente, hay que sacudirnos la normalidad que tanto nubla el panorama; hay que conducir nuestros pasos hacia lo todavía lejano.

México atraviesa por una inédita y lastimosa época de cuantiosos problemas sociales que demandan respuestas, no sólo inmediatas, sino además extremas y eficaces. Pocas veces en la historia de nuestro país se había necesitado de tanta justicia como hoy. El Estado mexicano sigue mostrándose incapaz de garantizar la armonía social que anhelamos. No digamos en materia delictiva, donde el fracaso es abismal a nivel tanto preventivo como sancionador. En efecto, uno de los temas que entre la vorágine nacional adquiere especial relevancia, dadas sus delicadas consecuencias en perjuicio de las personas, es el sistema penal mexicano. Sabemos –porque lo vivimos– que durante los últimos años la criminalidad en México aumentó considerablemente (según el Índice de Ley y Orden Global de Gallup en su edición 2019, México es el segundo país más inseguro de América Latina). Vivimos una realidad impregnada de inseguridad, impunidad y nula reinserción social, una penosa circunstancia que nos obliga a cuestionar lo realizado hasta ahora retomando las ideas iluministas que aún, pese a su antigüedad, carecen de vigencia.

18 de junio de 2008 es una fecha fundamental en la historia del Derecho Penal mexicano. En ella, como sabemos, tuvo lugar una de las más ambiciosas reformas que trastocó 10 artículos constitucionales en aras de modificar sustancialmente la lógica de nuestro sistema de justicia penal, mediante el perfeccionamiento y la adopción de múltiples figuras jurídicas de avanzada (sobre todo de corte procesal) propias del Derecho Penal moderno, mismo que, para la mayoría de los especialistas, nació en el año de 1764, es decir, cuando, en Livorno, se publicó uno de los textos más emblemáticos en el pensamiento jurídico-penal: Tratado de los delitos y de las penas de Cesare Bonesana, Marqués de Beccaria; obra por tantos invocada, pero que casi nadie atiende y mucho menos pone en práctica.

A más de 250 años del beccarismo, ante un relativamente nuevo sistema de justicia penal repleto de claroscuros y regresiones, conviene preguntarse: ¿El sistema penal mexicano logró, ya no digamos alcanzar, sino cuando menos aproximarse a los postulados inmortalizados por Beccaria? ¿Las reformas constitucionales de los últimos años –como la penal del 18 de junio de 2008, o aquellas otras en materia de amparo y derechos humanos del 6 y 10 de junio de 2011, respectivamente– fueron capaces de transformar más allá del papel nuestra forma de administrar, procurar e impartir justicia? ¿Qué retos debemos enfrentar para mejorar nuestro ciertamente defectuoso sistema penal? A la respuesta de éstas y otras preguntas destinaré las siguientes líneas.

Claro es que las ideas de Cesare Beccaria son uno de los referentes más importantes para el Derecho Penal contemporáneo. No obstante, pocos son los que saben la razón de tal importancia, pues el automatismo –por no decir comodidad– tan arraigado en la mayoría de los operadores jurídicos propicia que las virtudes asociadas a determinados nombres y títulos de obras sean asumidas como verdades absolutas para, luego, reproducirse de manera irreflexiva entre la amplia comunidad jurídica.

El Tratado de los delitos y de las penas es sumamente rico en contenido. Habla no sólo de la legitimación del Estado para ejercer el ius puniendi, sino también de la actuación concreta de aquél en cada etapa del enjuiciamiento penal. Particularmente, a través de su obra Beccaria nos brinda un recorrido que va desde el origen de las penas (concomitantes al abandono de “la libertad inútil” por parte de las sociedades), pasando por el derecho a castigar (el cual nace de la “absoluta necesidad” antitética a la tiranía), por la interpretación legal (llevada a cabo por el soberano, esto es, el legislador), por los hurtos (a los que sólo debería corresponderles una pena pecuniaria), por los “delitos de prueba difícil” (en los que, según el autor, se debe prestar especial atención para que los juzgadores, en lugar de esmerarse por comprobar el delito, destinen sus esfuerzos a esclarecer los hechos), hasta las intenciones –hoy tentativa– de los delitos (cuyo castigo debe ser menor), entre otras cosas. Sin embargo, según consideramos, lo más relevante de esta obra yace en las “fórmulas” que, si bien perfectibles, incluso hoy arrojan luz en materia de prevención y sanción del delito, a fin de que éstas sean más efectivas y justas.

En lo tocante a la prevención del delito, Beccaria esboza –aunque de manera difusa– una fórmula que bien podría enunciarse de la siguiente manera: Normas claras, más educación, más derecho premial, igual a obediencia del orden jurídico y, por tanto, a erradicación de los delitos. Así es, Beccaria, en materia preventiva, sostiene que “para evitar los delitos se requiere de una buena legislación”, la cual debe ser clara y precisa a fin de que sus destinatarios, con una buena educación, la obedezcan plenamente, no por temor, sino por la convicción que nace del incentivo (premio) otorgado por el Estado.

Si contrastamos las anteriores ideas con la realidad penal del México contemporáneo, repararemos en que aún estamos lejos del beccarismo más acabado. Además de una deficiente educación (al respecto véanse los resultados arrojados por la última encuesta PISA, en la cual los estudiantes mexicanos obtuvieron un puntaje inferior al promedio de la OCDE en lectura, matemáticas y ciencias), padecemos de una perniciosa inflación normativa que, lejos de cumplir con la esperada prevención general, confunde más a las personas (es interesante observar que, según datos obtenidos de los portales oficiales del Gobierno y del Congreso, ambos de la Ciudad de México, la vida en esta Entidad Federativa se rige por 2 constituciones –federal y local–, 180 leyes, 150 reglamentos, 7 códigos y numerosas reglas de operación, entre otras disposiciones jurídicas), a quienes además no se les incentiva de ninguna manera. Luego, es indudable que la obra en cuestión, tan imprescindible para los penalistas, en México carece de efectos sociales.

A similares conclusiones se arriba cuando confrontamos nuestra realidad penal con los postulados que Beccaria instituyó en lo relativo a la imposición de penas justas. Sobre este tópico el ilustre pensador italiano afirmaba que los procesos penales serían justos –esto es, fallados eficazmente– siempre y cuando, una vez esclarecidos los hechos sin emplearse torturas o tormentos, las penas impuestas fueran proporcionadas al delito cometido, bajo la inteligencia de que éstas buscan eliminar la idea delictiva del individuo, mas no la muerte que representa, según el propio Beccaria, el último recurso, sólo legítimo en los casos donde el fin punitivo deviene inútil por imposible. Contrario a estos principios, ¿qué refleja la realidad en México? Amén de la abrumadora impunidad existente (se estima que el 96.7% de los delitos queda sin castigo), observamos que en nuestro país la violación a los derechos humanos de los justiciables sigue siendo una constante, como lo demuestra el hecho de que al respecto el Estado mexicano en reiteradas ocasiones ha sido condenado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos (cómo olvidar los casos Castañeda Gutman, González y otras “Campo Algodonero”, Radilla Pacheco, Fernández Ortega y otros, y Rosendo Cantú y otra; algunos de los más representativos).

También es evidente el rotundo fracaso institucional en materia penitenciaria. Hace tiempo que las prisiones, lejos de brindar un real tratamiento técnico progresivo orientado a lograr la reinserción social de los sentenciados en cumplimiento a lo dispuesto por el artículo 18 constitucional, son verdaderas universidades del delito, debido, en gran medida, a la manifiesta negligencia de las autoridades –sobre todo administrativas y legislativas–, quienes, en vez de ocuparse en instaurar sistemas de reinserción en los que se cumplan, por ejemplo, las Reglas mínimas de las Naciones Unidas sobre las medidas no privativas de la libertad (Reglas de Tokio), concentran sus esfuerzos –privilegiando intereses políticos de índole populista– en incrementar, discrecional y absurdamente, la punibilidad de los tipos penales a efecto de imponer sanciones tan elevadas como irrisorias y ganarse, así, el aplauso social (en este punto viene a cuento el caso del empresario José Luis González González, propietario y director general de la empresa Publi XIII, quien se hizo acreedor, tras defraudar a 782 personas, a una rídicula pena acumulada de 2,035 años de prisión).

Queda confirmado, pues, que en lo concerniente a su sistema penal México es la excepción al beccarismo, ese atractivo pensamiento iusfilosófico que los operadores jurídicos gustan de invocar en cátedras, investigaciones, promociones e, incluso, resoluciones, más para dotar de autoridad sus argumentos, y no así para tenerlo presente como ideal programático. ¿Qué impresión tendría el Marqués de Beccaria ante la embarazosa situación en que se encuentra nuestro país? Tal vez estaría confundido: feliz por saberse eternizado a causa de su pensamiento, pero al mismo tiempo triste al percatarse de que su legado todavía es utópico para muchos países en vías de desarrollo… penal.

Ahora, justo porque el pasado inmediato nos desfavorece, más vale concluir apelando al futuro que alguna vez será presente: La cosmogonía azteca reza que el ser humano debe autosuperarse y buscar la perfección, la cual será conquistada a medida que dejen de existir diferencias entre realidad y pensamiento, o sea, cuando logremos crear lo imaginado. En esta tesitura, en el ámbito del Derecho Penal aún estamos lejos de concretizar lo pensado. Por ende, nuestra función como operadores jurídicos es caminar en dirección al ideal trazado por los grandes hombres de ideas. Quizá nunca lo alcancemos del todo, pero como resultado de su constante búsqueda construiremos un mejor sistema de justicia penal. Estamos convencidos de que el medio para vincular realidad con pensamiento, salir de la penumbra y marchar bajo lo que alguna vez imaginó Cesare Bonesana, está en los operadores del sistema, en nosotros. Tenemos leyes, instituciones y voluntad de andar por buen sendero. Falta que los operadores jurídicos –imprescindibles engranes del sistema– actúen con justicia social. Nos hemos preocupado de normas e instituciones, no así de las personas. Comencemos a trabajar con éstas y algún día todo será diferente; algún día los menos serán los más.

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