La historia testimonia los múltiples cambios experimentados por los distintos modelos de dominación hasta ahora conocidos. Éstos, mayoritariamente, se han gestado como manifestaciones subversivas que intentaron –algunos con éxito–, mediante un tembloroso paso dialéctico, derribar el régimen hegemónico, considerado pernicioso por la mayoría sectaria que se encarga de tomar “las” decisiones de gran impacto, para encumbrar otro de características opuestas –al menos en apariencia–. De esta guisa es el “progreso” en las sociedades de occidente: ir de un extremo a otro a fin de instaurar lo que erróneamente –por superficial– se considera benéfico para la humanidad.
¿Acaso la humanidad no es la peor equilibrista? Las sociedades, al sentirse oprimidas o afectadas por un determinado régimen político, osan manifestarse de manera impulsiva, pasional, para intentar cambiar su realidad a un estado totalmente contrario al que su débil mirada accede. Es que las masas siempre aspiran a lo que no tienen, a lo contrario, al otro lado del río donde vive el objeto del deseo. Propensión que ha sido, como es de esperarse, por demás perjudicial para las propias sociedades, ya que, con el propósito de alcanzar el polo opuesto, se actúa ciegamente, sin advertir que hasta nuestros días el “progreso” tan sólo implica transitar de la opresión ajena a la opresión voluntaria, haciendo de ésta, incluso, un derecho. ¿Se entiende de qué va esta autocondena? En efecto, lo que hoy todos llaman “progreso social” no es sino un mero “cambio de mano”, la oportundiad de caer en la miseria empujados por nosotros mismos, y ya no por determinación de otros. De ahí el estancamiento en que se halla la superación humana: a veces se antoja imposible convencer al individuo de que se perfeccione por sus propios medios. ¿Será que el látigo es connatural de nuestra especie?
La mayoría de los teóricos políticos centra sus esfuerzos en crear sistemas de pensamiento orientados a explicar la razón de por qué el poder (¿democrático?) debe ejercerse por éstas y no por aquéllas personas, es decir, que se ocupan en formular teorías que legitiman el ejercicio del poder por parte de una persona o un grupo de ellas. Sin embargo, salvo escasas y virtuosas excepciones, se elude lo relativo a la naturaleza y axiología que ha de revestir el poder mismo. De hecho, este es el principal problema de quienes a ultranza defienden el actual concepto democrático: con una jactancia sin igual “luchan” para que el poder recaiga en las manos de todos y cada uno de los miembros de la sociedad, sin importarles que el poder (contramayoritario por definición) pierda su eficacia o degenere en una simple farsa.
¿No son el concepto de igualdad y, consecuentemente, el ideal democrático dos de los más graves males sociales? Es entendible, aunque no justificable, que el hombre sometido aspire a la liberación, que en este valle de lágrimas se desee un paraíso donde las desigualdades sean inexistentes. Es natural, y hasta legítimo, que se piense de tal manera, pues así lo advierte la memoria histórica: gracias a las desigualdades arbitrariamente impuestas en los regímenes absolutistas, la igualdad adquirió la significación que hasta nuestros días persiste.
Sí, las desigualdades artificiales hijas del arbitrio perverso, son deleznables, ¿pero eso implica olvidarnos de las desigualdades naturales, de esos rasgos distintivos que, nos guste o no, terminan catalogándonos tanto a unos como a otros? ¿Es tanto el miedo que despierta enfrentarnos a nuestra verdadera naturaleza? “Los hombres vulgares han inventado la vida en sociedad porque les es más fácil soportar a los demás que soportarse a sí mismos”, decía Schopenhauer y con razón, pues no se teme tanto como al conocimiento personal despojado de paralogismos.
Por más tiempo que atesoremos viviendo entre los hombres, la condición humana no deja de sorprendernos. Cada que denudamos a la propia existencia, salta a la vista nuestra trágica imperfección. A esto obedece el empeño por crear abstracciones que doten de significado a todo cuanto en el fondo carece de sentido real; que dibujen una realidad ajena a la crueldad que es el mundo; que conceptualice al hombre como el más noble de los seres que pueblan la Tierra.
Volviendo a la inclinación por escapar de lo considerado despreciable, ¿se ha pensado en las contras de negar nuestra desigualdad? Desde que se decidió establecer una igualdad a rajatabla entre todos los hombres, la superación de éstos es una simple utopía. Cuando se borran las diferencias existentes entre los individuos la vida humana pierde sentido: las almas fuertes dejan de luchar por alcanzar una mayor grandeza y las cabezas de rebaño –como los llamaría Nietzsche– se mofan de los que meritoriamente se encuentran por encima, pues seguros están de que en todo caso serán tratados como iguales. Cuánta razón tenía Isaac Asimov al sentenciar: “Existe un culto a la ignorancia; la presión del anti-intelectualismo ha ido abriéndose paso a través de nuestra vida política y cultural, alimentando la falsa noción de que la democracia significa que mi ignorancia es tan válida como tu conocimiento…”. En síntesis, la actual abstracción de igualdad impide el crecimiento humano, sólo alcanzable gracias a la guerrería.
En este orden de ideas, la democracia, como consecuencia directa de la desigualdad, también constituye un obstáculo, hasta hoy irresoluble, que le impide al hombre seguir escalando hacia la superación. Con la democracia –suponiendo que la misma existe– lo único que se ha logrado es arrebatar el poder de las manos de unos cuantos seres corrompidos para depositarla en manos de la mayoría incompetente. ¿A esto se le llama progreso? En democracia las opiniones emitidas por los espíritus más autorizados pierden total sentido, pues deben vibrar en la misma sintonía que la voz generalizada. Nadie está en contra de la idea de que el poder debe recaer sobre los más competentes, y en ese sentido cabe preguntarse: ¿Somos, el “pueblo”, hasta ahora, los más competentes? La respuesta es contundente: ¡No! Luego entonces, ¿por qué seguir defendiendo el actual ideal democrático? ¿Por qué permitir que sea la incompetencia quien decida?
Otro de los argumentos que se pueden entablar en contra de la actual democracia es el siguiente: el concepto democrático es un extremo, que como tal, como exceso o defecto (según se le mire), resulta pernicioso. Como anteriormente se dijo, la humanidad no se ha cansado de ir de extremo en extremo, ya que al parecer no conoce los puntos medios o, como dijera Aristóteles, los justos medios que equilibran todos los aspectos de la vida. Esto, dirán algunos, es parcialmente cierto, pues en determinado momento de la historia se planteó la idea de que no debía ser uno ni todos, ni lo corrompido ni lo incompetente, los que tomaran las decisiones políticas de un Estado, sino que debían ser los más aptos, es decir, la aristocracia la que ejerciera el poder político. Sin embargo, como sabemos de sobra, estas ideas fueron cristalizadas de manera equívoca y por demás trágica: la desigualdad, esto es, la calidad de las personas estaba sujeta a parámetros o condiciones arbitrarias, irracionales o subjetivas… ¿Qué pasaría si hacemos depender a la desigualdad de aspectos objetivos? “La desigualdad y, con ello, la discriminación que conlleva no son malas por sí mismas”, afirma el obervador naturalista. El mal deviene de los criterios en función de los cuales se trata diferenciadamente, se discrimina. En suma, es la desigualdad la que define nuestra propia individualidad. ¿Por qué negar semejante fatalidad?
Molesta que hablemos de progreso social desde que nació la democracia. ¿Por qué no empezamos a escribir el verdadero progreso a partir de su ultimo día, a partir de hoy? Serán los errores que entraña la democracia de nuestros días los que abrirán paso al más acabado y justo de todos los modelos de dominación: la meritocracia.
El debate apenas comienza…