A través del caso de los exploradores de cavernas, Lon L. Fuller nos plantea uno de los problemas más complejos e interesantes de cuantos se hayan ideado en el ámbito de la filosofía jurídica, el cual, entre otras cosas, nos da cuenta de la importancia que reviste la argumentación jurídica dentro del Derecho, disciplina que –como todas las cosas pertenecientes a esta realidad cognoscible por virtud de los sentidos– está, indefectiblemente, afectada por una alta dosis de relatividad epistemológica que requiere ser reducida a su mínima expresión en manos del propio pensamiento humano. El caso, de manera telegráfica, versa sobre la infortunada y penosa situación a la que tuvieron que enfrentarse cinco sujetos, entre ellos Roger Whetmore, miembros de la Sociedad Espeleológica, organización de aficionados cuya función radicaba en la exploración de cavernas.
Los hechos a partir de los que se constituye el caso a estudio son los siguientes. A principios de mayo del año 4299, los referidos cinco sujetos miembros de la Sociedad Espeleológica penetraron en el interior de una caverna de piedra caliza, siendo el caso que, al encontrarse lejos de la entrada de dicha caverna, tuvo lugar una avalancha que los dejó sepultados por un lapso de 36 días. En la medida en que el tiempo se consumía, las condiciones de sobrevivencia al interior de la caverna, como es lógico, se hacían cada vez más difíciles, pues el alimento que llevaban consigo los sujetos sepultados no resultó suficiente para los 36 días que duró la desgracia. Fue precisamente en atención a estas apremiantes circunstancias como Roger Whetmore planteó la propuesta de que, según los dictados del azar materializados en un dado, se le privara de la vida a uno de los cinco sujetos con el objeto de que fuera comido y evitar, de esta manea, la cada vez más cercana muerte por inanición a que estaban destinados si no se hacía nada –pues la caverna no contenía sustancia animal ni vegetal que permitiera subsistir–. Los sujetos convinieron que así se hiciera. Una vez que fue el turno de Roger Whetmore, éste se desistió de lo que en principio había sido su idea, sin embargo el resto del grupo lo acusó de transgresor del convenio previamente celebrado y lo obligaron a cumplirlo, tirando otro sujeto los dados por él. Como consecuencia de esto, a Roger Whetmore se le concedió la oportunidad de que hiciera las objeciones necesarias en cuanto a la tirada de los dados, sin embargo éste dijo no tener ninguna. El tiro le resultó adverso, siendo por ello privado de la vida y comido por sus compañeros el día vigésimo tercero. Los cuatro sujetos sobrevivientes fueron procesados por el delito de homicidio y condenados a la horca.
Es a la luz de estos hechos como los cinco ministros de la Suprema Corte de Newgarth a cuya consideración se sometió el caso –Truepenny, Foster, Tatting, Keen y Handy– desarrollan, a partir de posiciones iusfilosóficas distintas y valiéndose de diversos recursos argumentativos, su opinión respecto del mismo, a efecto de apoyar o controvertir la sentencia condenatoria hecha recaer sobre los cuatro exploradores de cavernas sobrevivientes.
A continuación se procederá a efectuar un análisis pormenorizado, desde un punto de vista argumentativo, de las posturas adoptadas por cada uno de los ministros en el presente caso, con el objeto de conocer su grado de veracidad y, a partir de ahí, estar en condiciones de emitir una propuesta de cómo solucionar el caso.
Argumento del Ministro Presidente Truepenny
(Sentido de la decisión: apelar a la determinación del jefe del Poder Ejecutivo)
La postura mostrada por este ministro descansa en una concepción iuspositivista del Derecho, pues se encuentra, en todo momento, dentro de los límites legalmente establecidos, es decir, se mantiene fiel a la letra de la ley sin permitir que su apreciación se vea afectada por aspectos de orden moral, los cuales, a pesar de que en el fondo se presentan, no repercuten en la decisión a la que llega. En otras palabras, como reza el positivismo, el argumento del presente ministro logra hacer una correcta separación entre moral y Derecho.
De conformidad con lo expresado por este funcionario, al momento de buscar la solución del caso debemos enfrentarnos ante el siguiente dilema ético-jurídico: por un lado se encuentra el imperio de la ley que debe ser reconocido y hecho valer en todo momento y, por el otro, las circunstancias particulares del caso que impiden considerar como homicidas a los acusados en el estricto sentido de la palabra, ya que, finalmente, éstos actuaron conforme a un estado de necesidad que los excusa de su actuar, razón por la que no es posible darles el mismo tratamiento que reciben aquellos cuya conducta se dirige, intencionalmente, a privar de la vida a otro. Este dilema es resuelto por el ministro presidente haciéndose solidario con la petición realizada por el jurado y por el juez inferior al jefe del Poder Ejecutivo, a efecto de que éste, por virtud de su clemencia y facultades, de lugar a la conmutación de la pena de muerte por la de seis años de prisión, pues de esta forma, según aduce, se hará justicia sin menoscabo de la letra ni del espíritu de la ley y sin ofrecer estimulo a su transgresión. Lo que en el fondo sostiene el ministro Truepenny –es decir, lo que lo lleva a delegar, en cierta medida, su responsabilidad– es que, por una parte, las conductas desplegadas por los acusados no ameritan la pena que les ha sido impuesta –las circunstancias del caso así lo sugieren–, sin embargo, por otra parte, su fidelidad al orden jurídico le dicta que no es posible evadir el cumplimiento de la ley cuanto ésta es clara, ya que de hacerlo se establecería un estado de excepción que, ulteriormente, traería consecuencias negativas para el orden jurídico. Es decir, la solución propuesta por este ministro, según aduce, evitará cometer una injusticia y simultáneamente preservará el respeto por la ley.
Se advierte que el ministro presidente Truepenny, se apega a una doctrina de interpretación y aplicación del derecho racionalista, concretamente logicista, ya que su razonamiento deriva estrictamente de una lógica formal en donde la premisa mayor está dada por la redefinición de homicidio que encontramos en la prescripción comprendida por la ley – la cual, a partir de sus elementos, es una norma con carácter deóntico prohibición, negativa, categórica e hipotética, impersonal, general y abstracta–, la premisa menor está representada por el caso concreto y la conclusión no es más que la subsunción de ésta en aquélla. Es decir, el presente personaje considera que la lógica formal, llevada a cabo mediante silogismos, es suficiente para la resolución del caso en cuestión.
En este sentido, el argumento interpretativo empleado por el ministro en comento es meramente deductivo, pues, como dijimos, su razonamiento se da en función de un silogismo puro, el cual, en cierta medida, está afectado de una falacia ad misericordiam toda vez que, a sabiendas de que la ley resulta insuficiente para la resolución del caso, apela a la compasión, a la misericordia o a la generosidad comprensiva a efecto de que su apego pleno al texto de la ley sea aprobado, proponiendo, en todo caso, una salida alterna: la determinación del jefe del Poder Ejecutivo.
Para el desarrollo de su postura, el funcionario en mérito se valió del empleo de un uso del lenguaje, primero, descriptivo, concretamente cuando se dedica a narrar los hechos acontecidos; segundo, trata de incidir en la conducta de sus compañeros al proponerles que, con el propósito de actuar con justicia sin que se infrinja la ley, sean solidarios con la petición realizada por el jurado y por el juez inferior al jefe del Poder Ejecutivo, por lo que se vale de un uso directivo del lenguaje; y, por último, nos encontramos, sobre todo en las líneas del último párrafo de su intervención, con un lenguaje emotivo al mencionar que “si así ocurriera (la conmutación de la pena por parte del Poder Ejecutivo), se hará justicia, sin menoscabo de la letra ni del espíritu de nuestra ley y sin ofrecer estímulo a su transgresión”. En este último caso, como es natural, nos enfrentamos a ciertos problemas de ambigüedad, pues resulta difícil definir términos tales como justicia y espíritu.
De lo anterior podemos decir, en suma, que la intervención del ministro Truepenny fue insuficiente tanto en términos prácticos –pues delegó la responsabilidad que le correspondía al Poder Ejecutivo– como argumentativos –pues, como se vio, su argumentación fue exigua– para la solución del caso que nos ocupa.
Argumento del Ministro Foster
(Sentido de la decisión: los acusados son inocentes)
El ministro Foster nos da cuenta, de manera clara, que su postura filosófica del Derecho descansa en una concepción meramente iusnaturalista, debido a que su enfoque filosófico del caso se desarrolla bajo la premisa de que los derechos del hombre –por no decir humanos– se fundan en la naturaleza humana, siendo, además de universales, anteriores y superiores (o independientes) al ordenamiento jurídico positivo y al derecho fundado de manera consuetudinaria. Esta premisa la encontramos inmersa en las siguientes palabras del propio Foster: “… todo el derecho positivo de este Commonwealth, incluyendo todas sus leyes y todos sus precedentes, es inaplicable a este caso, y que el mismo se halla regido por lo que los antiguos autores de Europa y América llamaban «el derecho natural»”.
La conclusión de que los acusados son inocentes de haber asesinado a Roger Whetmore y que, por lo mismo, la sentencia debe ser revocada, se apoya, según el ministro en mérito, principalmente en dos fundamentos: primero, dado que el derecho positivo nace de la necesidad de permitir la convivencia armónica y pacífica entre los seres humanos, al momento en que dicha finalidad –permitir la coexistencia– se ve imposibilitada, deja de existir la condición implícita que sustenta la legitimación de las leyes y precedentes, es decir, del derecho positivo en su conjunto pierde su razón de ser, de forma tal que cuando dicha condición desaparece nuestro orden positivo queda sin fuerza y, consecuentemente, no debe ser acatado u obedecido. El hecho de que un caso pueda sustraerse de la fuerza del orden jurídico, afirma Foster, puede darse con motivo de circunstancias tanto de orden geográfico –razón por la que hablamos de competencia en el Derecho– como de orden moral –como pretende demostrar en el presente caso–. En este orden de ideas es como sostiene que cuando aquellos hombres tomaron su funesta decisión se hallaban más allá de los límites del orden jurídico, es decir, que en el momento en que Roger Whetmore perdió su vida a manos de los acusados, éstos se encontraban no en un estado de “sociedad civil”, sino en un “estado de naturaleza”, dentro del cual todo es válido en la medida en que no hay Derecho.
El segundo argumento esgrimido por el ministro Foster afirma que si bien los acusados han cometido un acto que viola el texto literal de la ley, lo cierto es que, según la máxima “un hombre puede violar la letra de la ley, sin violar la ley misma”, se debe atender a los fines perseguidos por ella –que en el caso concreto son de carácter preventivo–, pues sólo de esta manera se estará en condiciones de establecer las excepciones en virtud de las cuales se podrá decidir con apego a la justicia, tal como se pensó al momento de crear la figura de la defensa propia y como se debería resolver el presente caso.
Es evidente que el ministro Foster parte de una doctrina de interpretación y aplicación del derecho por demás irracionalista, en virtud de que se muestra escéptico a lo establecido por la ley y, por lo mismo, se niega a resolver el caso a partir de un mero silogismo, es decir a través de la lógica formal. Por el contrario, decide ir más allá de lo legalmente reconocido, explorando terrenos como lo son los cánones del derecho natural y la teleología de la ley, pues, en su concepto, allegándonos de estos elementos podremos dar lugar a una decisión correcta, tanto desde el punto de vista ético como jurídico. Para el presente funcionario, la lógica formal no es ni necesaria ni mucho menos suficiente, por lo que se deben atender todas y cada una de las circunstancias prevalecientes en el caso concreto, con independencia de lo que la ley pueda prescribir, pues ésta no es capaz de comprender toda la realidad.
Para ello, a lo largo de su intervención, el ministro Foster se valió de distintos argumentos interpretativos. En un primer momento, podemos decir que partió de una combinación argumentativa entre un argumento sedes materiae y un argumento de autoridad, toda vez que en atención a la sede topográfica que, dentro del orden jurídico, guarda el enunciado normativo que redefine al homicidio –destinado a solucionar los casos que no se sustraen de la fuerza del derecho positivo por razones éticas o territoriales–, comienza a hablar de las excepciones que correlativamente a toda regla deben existir, invocando al derecho natural –aquí es donde entra el argumento de autoridad– como el orden universal, anterior, superior e independiente del derecho positivo, como la vía para resolver todo conflicto que a la luz del derecho positivo no encuentre solución. Posteriormente, a fin de seguir su línea de pensamiento según la cual se debe tomar en cuenta el propósito de la ley, se vale de un argumento psicológico-teleológico en el momento en que desentraña el sentido que el edictor de la norma pretendió plasmar en la misma, a efecto de conocer la finalidad a que fue destinada y así poder resolver de manera justa y conforme a derecho. Finalmente, continúa robusteciendo su dicho en función de una combinación entre un argumento mediante ejemplos y un argumento diacrónico –podemos decir que se vale de ejemplos históricos–, puesto que se dedica a poner de manifiesto, a través de tres casos (Commonwealth c/ Staymore, Fehler c/ Neegas y el caso de la defensa propia), las excepciones que en distintas ocasiones se han hecho a la ley, por lo que, procediendo de manera inductiva, concluye en forma general que es admisible, en atención a las circunstancias, hacer excepciones a la ley.
Para desarrollar sus argumentos, el funcionario a estudio empleó, principalmente, un uso descriptivo, emotivo y directivo del lenguaje. El primer uso se observa al principio de su intervención en donde, ciertamente, se dedica a criticar la decisión adoptada por su colega Truepenny mediante la descripción de lo que éste en su momento dijo. El uso emotivo del lenguaje se aprecia a lo largo de todo el texto, pues, como se dijo, Foster recurre a argumentos que podrían ser tildados, incluso, de fantásticos dado el fuerte sabor emotivo que en ellos se percibe. Hipérboles como: “Si esta Corte llega a declarar que de acuerdo con nuestro derecho estos hombres han cometido un crimen, entonces nuestro derecho mismo resultará condenado ante el tribunal del sentido común”; “Como el aire que respiramos, está en nuestra circunstancia de manera tal que nos olvidamos que existe hasta que, de repente, nos vemos privado de ella”; “Si, pues, nuestros verdugos tienen el poder de poner fin a la vida de los hombres; si nuestros oficiales de justicia tienen el poder de lanzar a inquilinos morosos; si nuestros agentes de policía tienen el poder de arrestar a ebrios escandalosos, tales poderes hallan su justificación moral en aquel convenio originario de nuestros antepasados”, etc. Estas aseveraciones, como es evidente, nos dan cuenta de la intencionalidad de su autor: mover ciertas cuerdas sensibles de los interlocutores para ganarse su aceptación. Sin embargo, claro está, el empleo de este tipo de lenguaje –al menos en el Derecho– da lugar a una serie de ambigüedades y vaguedades que impiden un correcto entendimiento por parte de quienes buscamos solucionar un problema netamente jurídico, pues, al ser impreciso, deja abierta la posibilidad a la interpretación y, con ello, a la incertidumbre jurídica. En todo caso, un exceso en el uso de este tipo de lenguaje, como sucede en este caso, podrá ser buena literatura, verborrea, retórica hueca, pero jamás Derecho.
Por su parte, el uso directivo del lenguaje puede advertirse en el elemento volitivo que hay detrás de este argumento, ya que mediante una comunicación indirecta y la exaltación de las emociones de los interlocutores, busca incidir directamente en la conducta de quienes prestan atención al mismo.
En síntesis, se trata de un argumento, el del ministro Foster, demasiado rico en términos lingüísticos, pero deficiente desde el punto de vista jurídico, motivo por el que, según pensamos, no es propicio para llegar a la solución del problema de los exploradores de cavernas que nos ocupa.
Argumento del Ministro Tatting
(Sentido de la decisión: abstención)
Se trata de un argumento, el del ministro Tatting, que yace sobre los principios de un iuspositivismo moderado, toda vez que reconoce la necesidad de la lógica formal al momento de tomar una decisión jurídica, pero admitiendo su insuficiencia frente a las manifestaciones de la realidad, razón por la que resulta necesario allegarnos de otros elementos –incluso auxiliarnos de otras ramas del conocimiento humano– para actuar correctamente. En otras palabras, la concepción de este personaje estriba en comprender al Derecho y a la moral, no como órdenes antagónicos, excluyentes, irreconciliables entre sí, sino que, por el contrario, como órdenes coactivos complementarios, simbióticos. Es precisamente esta ruptura de la dicotomía defendida por el positivismo clásico, la que hace que al final el ministro Tatting se abstenga de emitir su opinión sobre el caso.
El ministro Tatting sostiene que los individuos destinados a impartir justicia deben ser capaces de disociar los aspectos emotivos de los intelectuales, a efecto de tomar las decisiones jurídicas únicamente con apego a éstos últimos. Sin embargo, en el caso en comento se declara –con toda sinceridad– incapaz de llevar esta afirmación a la práctica. De suerte que centra su atención en analizar el voto emitido por el ministro Foster, el cual, según menciona, se halla plagado de contradicciones y falacias. Se comienza a plantear preguntas –sólo eso, pues se muestra incapaz de darles respuesta– como ¿por qué Foster afirma que los acusados no estaban sujetos a la ley porque no se encontraban en un estado de sociedad civil, sino en un estado de naturaleza? “¿En qué momento ocurrió eso?” “¿Fue cuando la entrada a la caverna se bloqueó por las rocas, o cuando la amenaza de morir por inanición llegó a un cierto grado indefinido de intensidad, o cuando se acordó la tirada de los dados?”. De manera acertada, como se dijo en su momento, Tatting afirma que estas imprecisiones de que adolece la opinión de Foster son aptas para producir dificultades en la realidad, es decir, más allá de la estética lingüística. De igual forma, continuando con la crítica hacia su colega Foster, a partir de una demostración por reducción al absurdo desacredita la teoría de que los acusados, al momento de quitarle la vida a Roger Whetmore, se encontraban en un estado de naturaleza, pues –aduce– suponiendo que los acusados se encontraran en un estado de naturaleza y que, por consiguiente, las normas aplicables son las determinadas por el derecho natural, ¿quién faculta a la Suprema Corte de Newgarth para que juzgue estos hechos a la luz del derecho natural? En otras palabras, ¿en virtud de que autoridad se convierte en un tribunal de la naturaleza?
Otro argumento que es lanzado en contra de su colega –el ministro Foster– estriba en criticar el salvajismo que impera en el llamado estado de naturaleza, un estado en el que el derecho de los contratos se encuentra por encima de los bienes más preciados por el hombre, como lo es la vida; un estado bajo el cual cualquier hombre puede autorizar válidamente a sus congéneres a comerse su propio cuerpo; un estado en el que si un contrato se incumple, se obliga a que la parte que debía cumplirlo lo haga por la fuerza. En resumen, un estado en el que la regla es precisamente que no hay reglas.
Por cuanto hace a la máxima según la cual “ninguna ley, sea cual fuere su letra, deberá aplicarse de una manera que contradiga su propósito”, el ministro Tatting sostiene que uno de los propósitos de cualquier ley penal es prevenir, de ahí que, en el caso concreto, la aplicación de una ley que sanciona como delito el hecho de privar a otro de la vida contradiría sus propósitos, toda vez que resulta imposible creer que el contenido de un código criminal operaria de manera preventiva respecto de hombres enfrentados con una alternativa de vida o muerte. Aunado a lo anterior, el funcionario en mérito señala que las leyes penales no sólo tienen como fin la prevención, sino que persiguen otros objetivos como lo es la retribución –por no decir venganza–. De esto se sigue la dificultad presente al momento de tratar desentrañar el elemento teleológico de una determinada norma jurídica; luego entonces ¿cómo aplicar una ley en función de su fin, si ni siquiera se conoce cuál sea? Finalmente, en lo referente a la excepción de que hablaba su homólogo Foster, el ministro Tatting nos hace sabedores de la peligrosidad que entraña esta afirmación, pues los problemas jurídicos no deben resolverse pensando que sus implicaciones sólo serán inmediatas, sino que también debemos prever las consecuencias que en mediano o largo plazo pueden presentarse; es en tal virtud como se pregunta lo siguiente: “¿cuál debería ser el alcance de esa excepción?”.
Del pensamiento del ministro en mérito, se advierte la presencia de una doctrina de interpretación y aplicación del derecho racionalista, concretamente no logicista, debido a que, como se mencionó líneas más arriba, considera a la lógica formal expresada a través de silogismos un elemento necesario pero insuficiente. Es decir, consideramos –siguiendo el pensamiento de Manuel Atienza– que Tatting se percata de que la lógica deductiva no tiene en realidad un carácter deductivo, pues el paso de las premisas a la conclusión en el silogismo no es necesario, aunque si altamente probable, de ahí que esté abierto a considerar otro tipo de cuestiones que no sean estrictamente racionales.
Durante el desarrollo del voto del ministro Tatting, es posible observar que éste se sirvió de distintos tipos de argumentos interpretativos: dada su posición iusfilosófica emplea un argumento deductivo para señalar que, partiendo de lo dispuesto por la redefinición de homicidio establecida en la ley, los acusados no sólo actuaron intencionalmente sino también con gran deliberación, por lo que, en términos estrictamente jurídicos, son culpables. También se advierte este tipo de argumento cuando se dedica a refutar lo dicho por su colega Foster, pues, como es claro, sus críticas se construyen a partir de un elemento apegado a la lógica formal del silogismo. Un argumento sedes materiae se aprecia en la parte del voto que refiere a la inconsistencia que reviste la afirmación de Foster cuando arguye que los sujetos se encontraban en un estado de naturaleza, ya que Tatting, tomado el cuenta el lugar topográfico de la norma, sostiene que no es posible afirmar, al mismo tiempo, que los exploradores se encontraban sujetos al derecho natural y que debían ser juzgados por un Tribunal creado con arreglo al derecho positivo. Asimismo, nos percatamos como Tatting se vale de una combinación argumentativa conformada por un argumento mediante ejemplos y un argumento histórico o diacrónico, al momento en que emite, inductivamente, conclusiones generales a partir de ejemplos históricos. Finalmente se sirve de un argumento psicológico-teleológico cuando entra al estudio de los fines a que fue destinada la ley, llegando a la determinación de que el conocimiento sobre la voluntad del edictor y el propósito de la norma es por demás relativo y, por lo mismo, incierto.
La tipología del lenguaje de Tatting no es unívoca. Cada que emprende la crítica hacia la postura defendida por Foster se vale de un uso descriptivo del lenguaje, dando cuenta de lo que su compañero afirmó para posteriormente proceder a expresar su punto de vista. De igual manera, en varias partes de su voto es posible notar un uso emotivo del lenguaje, sobre todo en aquellas partes en las que emplea figuras retóricas, creando un ambiente de gran vaguedad que le permite al lector inferir o especular sobre el verdadero sentido de lo que quiso transmitir. Por último, como sucede con los votos hasta aquí analizados, encontramos cierto uso directivo del lenguaje toda vez que pretende incidir en la conducta de los interlocutores a efecto de reparar, en el caso particular, en el hecho de que nos encontramos frente a un relativismo epistemológico prácticamente insuperable.
En vista de lo anteriormente dicho es dable concluir que el voto del ministro Tatting es apropiado desde una óptica argumentativa, ya que emplea de manera armónica los distintos recursos lingüísticos y argumentativos sin incurrir en excesos, pero ineficaz como medio de solución al caso concreto, pues si bien nos da luz de muchos razonamientos que contribuyen a enriquecer las ideas vertidas, lo cierto es que no rebasa los límites necesarios –y esperados– para resolver un asunto de tal envergadura.
Argumento del Ministro Keen
(Sentido de la decisión: la sentencia debe ser confirmada)
El pensamiento del presente ministro es encuadrable, sin lugar a dudas, a una concepción iuspositivista del Derecho, en función de que, por un lado, es capaz de evitar que su apreciación se vea viciada por aspectos de índole distinta a la jurídica, es decir, logra hacer una correcta separación entre moral y Derecho. Y por otro lado, tras sopesar los aspectos implicados en el caso en cuestión –los cuales en términos generales son de orden particular, por una parte, y de orden público, por la otra–, llega a la determinación de que debemos constreñirnos de manera necesaria a lo establecido por el ordenamiento jurídico, so pena de sufrir las consecuencias perniciosas provenientes de las excepciones, aún cuando la norma jurídica –y en general el Derecho– sea incapaz de prever todos los aspectos de la realidad cognoscible. En resumidas palabras, debemos preferir, según el ministro Keen, la seguridad jurídica que a todos interesa en lugar de las situaciones particulares que pueden alterar el orden jurídico y, consecuentemente, el orden social de manera grave.
La línea argumentativa del ministro Keen, comienza por sostener que es incorrecto aludir a la determinación de otros poderes públicos –refiriéndose al Poder Ejecutivo– como la vía para solucionar el presente caso, ya que eso, además de implicar una confusión respecto a las funciones gubernamentales, implicaría delegar la responsabilidad que los decisores jurídicos deben asumir con motivo de su cargo. Sin embargo, de manera absurda –y con una intencionalidad de fondo que deja entrever su aspecto emotivo–, manifiesta, en calidad de ciudadano, que si él fuera jefe del Poder Ejecutivo concedería a los acusados un perdón total, ya que han sufrido bastante por cualquier ofensa que pudieran haber cometido. De igual forma, considera pertinente dejar a un lado de manera completa –aún cuando, creemos, él mismo no lo logra hacer– todas aquellas consideraciones de corte moral o ético, no tildando de “justo” o “injusto” el comportamiento que observaron los acusados, pues, como afirma con firmeza él ha jurado aplicar no sus concepciones de moralidad, sino el derecho del país.
Ulteriormente, aborda de manera concreta el asunto a estudio, mencionando, para tal efecto, que la primera cuestión por resolver consiste en saber si a la luz del texto de la ley –“quienquiera privare intencionalmente de la vida a otro será castigado con la muerte”– los exploradores sobrevivientes privaron intencionalmente de la vida a Roger Whetmore, a lo que concluye, deductivamente, que no hay lugar a dudas, los acusados intencionalmente privaron de la vida a su compañero para posteriormente comérselo. De suerte que –se pregunta– “¿de dónde pues surgen todas las dificultades del caso y la necesidad de tantas páginas de discusión acerca de lo que debería ser tan obvio?”, ¿por qué mostrarse reacio ante la sanción que se les impondrá a los acusados? Continúa afirmando que el motivo por el que el caso ha adquirido tanta complejidad radica en que a sus compañeros no les agrada la severidad de la ley, situación que al propio Keen tampoco le complace, sin embargo, a diferencia de sus compañeros, él respeta las obligaciones de un cargo que exige descartar de la mente las preferencias personales. Es en este sentido como lanza una crítica a su colega Foster, diciendo que la repulsión que éste siente hacia la ley lo lleva a generar criterios, además de fantásticos, falaces, toda vez que se vale de ese tan acostumbrado recurso que es empleado no en pocas ocasiones por los intérpretes del derecho para adecuar las prescripciones establecidas en la ley a sus propios intereses: la teleología de la ley.
Asimismo, mediante un rápido repaso histórico, el ministro Keen recuerda a sus colegas el hecho de que los tiempos han cambiado y que la supremacía que el Poder Judicial revestía con anterioridad ha cedido a la circunstancia de que ahora sea el Poder Legislativo el que tiene la última palabra, motivo por el que es insostenible la afirmación según la cual el texto de la ley debe interpretarse en atención a nuestros deseos personales o a nuestras concepciones individuales de justicia, pues hay que aplicar fielmente la ley para generar un ambiente en el que impere la certeza jurídica. En este sentido, también pone en tela de juicio aquellos argumentos que pretenden sustentarse sobre la finalidad o propósito que se desentraña de las leyes, aduciendo que nadie, por razones lógicas, conoce a plenitud el verdadero propósito que estaba presente en la mente del edictor al momento de redactar la norma, por lo que cabe preguntarse: si no conocemos el propósito de la ley, “¿como podemos llegar a decir que tiene una laguna?”.
Finalmente, el ministro a estudio nos explica las razones por las que, aún cuando una ley no sea completamente “justa”, debemos respetarla y no hacer excepciones, pues de hacerlo conllevaría a poner en riesgo, no sólo el sistema jurídico –sobre todo su legitimidad y creencia–, sino también el orden social. En otras palabras, dado que las excepciones judiciales a la larga causan más perjuicio que las sentencias rigurosas, debemos aplicar fielmente la ley, tal como ésta se encuentra conformada y si advertimos una dolencia en la misma, esto debe ser materia de reformas o modificaciones y no de inaplicabilidad o inobservancia. En síntesis, podemos decir que la postura del ministro Keen reza lo siguiente: cuando la seguridad jurídica privada y la seguridad jurídica colectiva chocan entre sí, debemos, en todo caso, velar porque esta última prevalezca.
De la lectura del voto del ministro en comento, se desprende que éste se apega a una doctrina de interpretación y aplicación del derecho racionalista, específicamente logicista, toda vez que comparte la idea de que las decisiones jurídicas se lleven a cabo por virtud de los cánones de la lógica formal, donde se infiere de manera lógica y necesaria las conclusiones a partir de las disposiciones normativas, las cuales fungen como premisas mayores. Dicho de otra forma, a través del razonamiento lógico deductivo se somete a las diversas normas generales y abstractas (premisa mayor) a distintos casos concretos (premisa menor), a efecto de obtener, mediante una simple subsunción, la conclusión que da cuenta de la consecuencia jurídica a que se hará acreedor el agente de la conducta (sentido de la decisión). Es decir, el presente personaje considera que la lógica formal, llevada a cabo mediante silogismos, es suficiente para la resolución del caso en cuestión.
En cuanto a los argumentos interpretativos empleados por el ministro Keen para sostener su dicho, encontramos que, en primer término, se valió de un argumento sedes materiae puesto que resalta la sede topográfica del enunciado normativo en donde se prevé el delito de homicidio como parte del ordenamiento jurídico, el cual, en todo momento, debe ser observado, motivo por el que llega a la conclusión de que en aras de conservar la estabilidad del sistema jurídico en su conjunto no es viable dar lugar a excepciones en la aplicación de la ley. Consecuentemente, se sirve de un argumento deductivo, pues, como se dijo, su posición iusfilofófica estriba en defender a la razón (lógica formal) como elemento necesario y suficiente para emitir una decisión jurídica. Este tipo de razonamiento es visible cuando, tras citar el texto de la ley, declara: “no me cabe sino suponer que cualquier observador sin prejuicios, deseoso de extraer el natural sentido de estas palabras, concederá inmediatamente que estos acusados privaron intencionalmente de la vida a Roger Whetmore”. Por último, se vale de una composición argumentativa integrada por un argumento histórico, un argumento teleológico y un argumento de autoridad, al señalar que con motivo de la evolución de que ha sido objeto del orden jurídico, el propósito del mismo consiste en brindar mayor seguridad jurídica a los gobernados a través de las leyes, es decir, dándole mayor preponderancia al Poder Legislativo y no así al Poder Judicial, por lo cual se deben acatar los mandatos legales a como de lugar.
En la exposición de su pensamiento, el funcionario en mérito partió de un uso tanto descriptivo como directivo del lenguaje. El primer uso se puede observar tanto en los momentos en que su atención se centra en criticar la postura adoptada por sus compañeros, ya que parte de la enunciación de lo que dijeron para posteriormente disentir, como en el caso en que a partir del texto de la ley llega a la determinación de que los acusados con culpables delito que se les imputó. El segundo uso del lenguaje, se advierte a lo largo de todo el voto, pues por virtud de éste pretende incidir en la conducta de sus interlocutores a efecto de que éstos se desprendan de toda concepción personal y se ciñan a lo establecido por la ley sin más.
En síntesis, el voto del ministro Keen resulta ser de gran ayuda para la resolución del caso, ya que, con independencia de que le asista o no la razón, no deja lugar a dudas, como otros ministros lo hacen, por cuanto refiere a su opinión respecto de este asunto, sometiendo a discusión, por añadidura, otros elementos por demás importantes que no habían sido tocados por sus colegas que le precedieron.
Argumento del Ministro Handy
(Sentido de la decisión: los acusados son inocentes)
La posición ideológica que se percibe en el voto del presente ministro descansa sobre una concepción iussociologista–también llamada realismo sociológico– del Derecho, según la cual el derecho nace por y para la sociedad, es decir del empirismo social, no así por determinación del Estado o de la naturaleza, de suerte que siempre se buscará la justificación y comprensión del Derecho a la luz de los fenómenos sociales acontecidos en un momento histórico determinado. Dicho de otra forma, para esta posición iusfilosófica el Derecho sólo está compuesto de hechos sociales de cierto tipo. Según el iussociologismo el Derecho debe ser un instrumento eficaz, y lo será en la medida en que cumpla verdaderamente en sociedad, resolviendo cualquier tipo de problemas.
En el presente caso, el ministro Handy opina que, fuera de toda disertación sobre la distinción entre derecho positivo y derecho natural, es conveniente hablar, desde de un conocimiento práctico, de la naturaleza jurídica del convenio celebrado al interior de la caverna, es decir, precisar si fue unilateral o bilateral y si no puede considerarse que Roger Whetmore lo revocó antes de que se hubiera actuado conforme al mismo, ya que así el caso se tornara fácil. Sin embargo, no entra en materia al respecto. Asimismo, manifiesta que la dificultad de los problemas jurídicos devienen de las concepciones enredosas de los intérpretes y aplicadores del Derecho –operadores jurídicos, para ser más generales–, quienes ávidamente buscan fallos y lagunas en las leyes para adecuarlos a sus intereses, de tal manera que si nos desprendiéramos de esa deformación profesional característica de todo operador jurídico, los problemas no entrañarían tanta dificultad como pensamos. Sostiene, además, que los jueces –y los funcionarios públicos en general– cumplirían mejor su tarea si trataran a las formas y a los conceptos abstractos como instrumentos, tal como lo hace el buen administrador. De igual forma, ya hablando del caso que nos ocupa, el ministro de mérito argumenta que sus colegas ministros, de manera intencionada, pasaron por alto algo que el propio sentido común es capaz de advertírnoslo: el sentir de la opinión pública frente al caso. Según Handy, la opinión pública –que ante la pregunta ¿qué piensa Ud. que la Corte Suprema debería hacer con los exploradores de cavernas? respondió que los acusados debían ser perdonados o castigados con una pena simbólica– revela no sólo lo que se debe hacer en el caso concreto, sino lo que se debe hacer si se desea preservar entre la autoridad y la opinión pública una armonía decente y razonable. Se debe voltear la mirada hacia la opinión pública, dice el ministro, a fin de evitar extraviarnos en los esquemas de nuestros propios pensamientos, los cuales a menudo no proyectan “la más ligera sombra sobre el mundo exterior”; el sentido común es quien nos debe regir.
Es claro que el ministro Handy es partidario de una doctrina de interpretación y aplicación del derecho irracionalista, pues se muestra completamente escéptico a las determinaciones que hace la ley y, en general, al conocimiento generado por la lógica formal, ya que, según se advierte, niega las conclusiones necesarias en el Derecho, para defender las conclusiones probables que son dadas por la sociedad –en este punto su argumento mantiene cierta similitud con la tópica jurídica de Theodor Viehweg, en virtud de la cual se llega a conclusiones probables, aceptables, plausibles pero no necesarias–. Por ello asevera que para la resolución de un problema debemos atender más al sentido común, y en todo caso a la opinión pública, más que al propio conocimiento jurídico, pues éste lo único que provoca es nebulosidad en nuestra apreciación. Este personaje considera que la lógica formal efectuada a través de silogismos no es ni necesaria ni mucho menos suficiente.
Para el desarrollo de su voto, el ministro Handy empleó, por un lado, un argumento deductivo, sobre todo cuando hace referencia a la importancia que reviste la opinión pública para la resolución del caso, pues mediante una deducción, que en el fondo entraña una falacia ad populum –es decir, estamos en presencia de un silogismo formalmente válido pero materialmente falso–, afirma que el sentido de la decisión que se debe tomar en el caso habrá de adecuarse a lo manifestado por la sociedad, dándole a ésta un carácter de superioridad o, mejor dicho, de veracidad debido a que, como en muchas ocasiones se dice, la validez de las opiniones públicas descansa en el número de sus seguidores –aquí encontramos, además, un argumento que apela a la autoridad de la sociedad, de la mayoría–. En este mismo sentido, nos encontramos con una composición argumentativa integrada por un argumento mediante ejemplos y un argumento diacrónico –ejemplos históricos– al momento en que el ministro en mérito hace referencia, a manera de un paralelismo, al caso que marcó su carrera como decisor jurídico al producir un cambio en su percepción frente a los fenómenos jurídicos.
Para el desarrollo de su postura, el funcionario de mérito se valió, en un primer momento, de un uso descriptivo del lenguaje, sobre todo cuando hace alusión a las posturas adoptadas por sus colegas ministros. De igual manera, podemos advertir un uso emotivo del lenguaje en ciertas partes de su argumentación, pues valiéndose de distintos símbolos lingüísticos, como lo es la hipérbole en función de la cual se dota de un raciocinio sin igual a la sociedad –al grado de prevalecer su opinión por encima del conocimiento jurídico–, se pretenden exaltar ciertas cuerdas sensibles del interlocutor con el fin único de ganar aceptabilidad. En este tenor, ciertas partes del voto de Handy, adolecen de ambigüedades y vaguedades, que impiden la correcta comprensión de términos y conceptos. Finalmente, es posible hablar de un uso directivodel lenguaje en el pensamiento expuesto por este ministro, toda vez que pretende, no sólo emitir su opinión sobre el caso, sino influir en sus interlocutores a efecto de que se voltee la mirada hacia la opinión pública y el caso pueda resolverse sin ningún problema.
En suma, el pensamiento vertido por el ministro Handy en su voto, viene a enriquecer la discusión que se da en torno al caso que se comenta, pues, con independencia del grado de veracidad que entraña su postura, somete a la discusión temas novedosos desde una concepción iusfilosófica que ninguno de los anteriores ministros comparte. Su voto, pues, resulta ser de gran ayuda para la resolución del caso.
Argumento personal
(Sentido de la decisión: la sentencia debe ser confirmada, pero matizada por el Poder Ejecutivo a nivel de pena)
Al momento de resolver un problema que se presenta en el movedizo terreno fáctico, la mayoría de los “hombres sapientes” –a quienes hoy se venera como virtuosos–, con independencia de la rama del conocimiento humano a que se consagran, son presos de las enredaderas mentales que someten a todo cuanto no sea capaz de desprenderse de lo generalmente aceptado. Es exiguo el número de los individuos –mucho más de lo que quisiéramos– que verdaderamente están calificados para resolver un problema –sea jurídico o no– puesto a su consideración, en virtud de que, naturalmente, temen retirar el velo de su rostro y observar las cosas –entendiendo las “cosas” en un sentido amplio: como prácticas, fenómenos, instituciones, lenguaje, personas, normas, etc. – de manera inafectada, esto es, en su más pura expresión. ¿Qué realidad queda una vez sustraídos los pensamientos morales? Queda la naturaleza en el sentido auténtico. De suerte que para resolver el caso de los exploradores de cavernas –y otros, claro está– debemos deshacernos de todo pensamiento moral engañoso, pues de esta forma los problemas pierden su cualidad aterradora, dificultosa, preocupante. Mi resolución del caso descansa en dos ideas: la primera consiste en la capacidad de entender las cosas en sí mismas y, la segunda, en saber identificar los momentos en que se divide la sanción jurídica. Procedamos a explicarlas.
Como seres humanos debemos ser capaces de entender que estamos a la vez perdidos y encontrados en una realidad que, en gran medida, desconocemos. Esta es la razón por la que constantemente nos damos a la tarea de asignar o dotar a las cosas de significado. Si no fuera así la angustia nos tomaría por completo –aquí es donde el Derecho desempeña un papel fundamental para la vida, ya que si bien caminamos sobre un relativismo inevitable, debemos sujetarnos a cuestiones objetivas, tangibles, suficientes para brindarnos certeza en el ámbito social en que nos desempeñamos, pues de lo contrario podremos aspirar a ser los mejores en lo individual, pero no así en lo social–. Sin embargo, hay que ser también capaces de distinguir entre lo que es en sí y lo que es para nosotros; en otras palabras, lo que es la cosa en sí y la cosa para nosotros. Sólo de esta manera, libres de prejuicios, podremos apreciar las cosas a través de una mirada inafectada y emitir juicios con arreglo a la objetividad y a la prudencia.
Quien nos descubriera la esencia de la realidad en la que vivimos, nos depararía a todos el desencanto más desagradable, pues lo rico en significación, lo profundo, lo admirable, lo que lleva la dicha y la desdicha, lo bueno y lo malo, en su seno no es la realidad como cosa en sí, sino el mundo como la representación que hemos hecho de él. De tal manera que quien pretende desentrañar el verdadero sentido de las cosas, deberá enfrentarse a una negación lógica de su realidad, pues el mundo que conocemos no es el real, sino el que nosotros hemos compuesto y representado. La negación lógica del mundo atenta contra el valor de verdad del mismo, del mundo que normalmente nos es conocido. La cosa en sí es digna de una risa homérica, pues mucho –e incluso todo– es apariencia y propiamente está vacío –en el sentido de que el mundo se muestra bajo distintas representaciones–, en concreto, vacío de significación.
Así pues, entrando en materia, ¿cuál fue el resultado de la conducta desplegada por los acusados? Libres de todo prejuicio moral debemos contestar, al unísono, que la muerte de Roger Whetmore, toda vez que cesaron –a través de una manera que se desconoce– sus funciones vitales. ¿Por qué aferrarnos a querer pensar otra cosa? Lo que estos sujetos hicieron es privar de la vida a otro, con el objeto, sí, de comérselo y sobrevivir, pero al fin y al cabo cometieron un homicidio. ¿Qué problema existe en aceptar esto? Ahora bien, por cuanto refiere a la muerte producida a manos de otros el Derecho es claro: “quienquiera privare intencionalmente de la vida a otro, será castigado con la muerte” –norma con la que, cabe decir, estoy en desacuerdo por las razones que más adelante expondré–. Esta redefinición de homicidio, como se observa, es clara en cuanto a que sanciona, sin excepciones, un solo efecto material: la muerte; protegiendo, de esa forma, el bien más preciado para el hombre: la vida. Luego entonces, en atención a la naturaleza de los hechos ocurridos dentro de la caverna y al significado de la norma que prevé el delito de homicidio, no tenemos otra opción más que la de concluir –partiendo sólo del texto normativo– que los acusados desplegaron una conducta perfectamente encuadrable en el supuesto normativo de la ley, trayendo, como consecuencia, la imposición de una sanción consistente en la muerte. Ello en virtud de que la norma en cuestión está destinada a proteger la vida, la cual se vio, no sólo afectada, sino extinguida en el caso que nos ocupa, motivo por el que, insisto, es inadmisible sostener que no estamos en presencia de un delito. En síntesis, lo que quiero dejar en claro con este primer razonamiento es que no debemos salirnos por la tangente pretendiendo afirmar que en este caso no hay una privación de la vida, debido a que las circunstancias imperantes eran distintas, ya que, en este sentido, yo pregunto: ¿cuántas clases de vida hay?, ¿hay mejores y peores vidas?, ¿la vida dentro de una caverna es menos sagrada?, ¿a cuál vida protege la norma? Cualquier respuesta saldrá de los límites racionalmente admisibles, pues de ninguna parte de la ley se desprenden elementos para contestar tales interrogantes.
La segunda de las ideas sobre la que se sustenta mi postura, versa sobre la necesidad de saber identificar los momentos en que se divide la sanción dentro del Derecho, concretamente en el Derecho Penal, es decir, identificar cuando nos encontramos frente a la punibilidad, a la punición y a la pena, en función de que, aun cuando parecen términos que guardan sinonimia entre sí –lo cual ha ocasionado su uso indistinto–, atañen a actividades diferentes. Lo explicaré rápidamente: la punibilidad es la sanción que el edictor de la norma (legislador) establece en el cuerpo de la ley (norma jurídica en general); la punición es la individualización de la pena al caso concreto, es decir, la aplicación de la punibilidad a un individuo determinado, y la pena es la compurgación o cumplimiento de la punibilidad individualizada a través de la punición, esto es, la obediencia o realización de la sanción. Es menester distinguir estos tres momentos con precisión, ya que así, además de advertir la función que desempeña cada uno de los poderes públicos en las sanciones penales –toda vez que la punibilidad le corresponde al legislador, la punición al juez y la pena a la administración pública–, contamos con mayores elementos para emitir decisiones jurídicas congruentes, pues las sanciones penales no dependen de una sola voluntad soberana, sino de tres, lo cual abre la posibilidad para evitar actos arbitrarios.
En el caso a estudio, ya dijimos en líneas anteriores que a partir del texto de la ley, o sea, a nivel de punibilidad, no hay duda de que los exploradores sobrevivientes incurrieron en la comisión de una conducta considerada como delito, es decir, no hay cabida para una opinión distinta, lo cual, en mi concepto, atenta contra la naturaleza que ha de revestir la actividad del Estado destinada a sancionar una conducta delictiva, toda vez que imposibilita a los acusados escuchar la opinión de uno de los poderes públicos restantes: el Poder Judicial. Es en este orden de ideas como estimo que la norma en mérito es por demás incoherente –he aquí las razones en contra de la norma que había anunciado– con la lógica del Derecho, puesto que impide que el juzgador, valorando los elementos presentes en el caso particular, imponga una sanción proporcional a la conducta desplegada, lo cual, por cierto, es la finalidad de la punición. No obstante, frente a esta dolencia de la ley, el Poder Judicial se encuentra imposibilitado de traicionar la letra de la misma –es preciso mencionar que estas afirmaciones sólo están destinadas al caso que nos ocupa, por lo que no deberán entenderse de manera general, aplicables a todo caso– en aras de salvaguardar la estabilidad y seguridad dentro del orden jurídico. Sostener lo contrario, es decir, dar lugar a excepciones en la aplicación de la ley podría traer consecuencias graves – en este punto coincido con lo aducido por el ministro Tatting–: equivaldría a lanzarse por una pendiente resbaladiza, esto es, a abrirle las puertas a otros para decidir quién debe vivir y quien morir. Si aceptamos cualquier clase de excepción, habremos entrado en una pendiente resbaladiza por la que, inevitablemente, avanzaremos y al final cualquier vida será considerada de poco valor. ¿Dónde trazaríamos la línea divisora? A este respecto, suele hablarse de los nazis que buscaban “purificar la raza”, y lo que esto implica es que si no queremos terminar siendo como ellos, lo mejor será no dar esos peligrosos primeros pasos, es decir, hacer excepciones a la ley.
Pero aún nos queda el tercer momento presente en la aplicación de la sanción penal: la pena. Es precisamente la pena la única vía por la que, en el caso a estudio, podemos acceder a una decisión coherente, ya que al encontrarse tanto el Poder Legislativo como el Poder Judicial imposibilitados –el primero por cuestiones de orden normativo y el segundo por carencia de facultades– a realizar una correcta individualización de la pena, es el Poder Ejecutivo el único que puede dotar de razón a la decisión jurídica que se tome en el presente asunto. En este sentido, aunque por razones distintas, coincido con la conclusión a que llegó el ministro presidente Truepenny. De suerte que el Poder Ejecutivo deberá, en cierta forma, desempeñar la labor que originariamente le habría de corresponder al Poder Judicial, es decir, deberá tomar en consideración las circunstancias prevalecientes en el caso concreto, tales como las causas, los factores y los móviles que condujeron a los acusados a comportarse de esa manera, no para considerar si estamos en presencia de un delito, pues ya quedó claro que, en efecto, la conducta de los acusados se debe tildar de delictuosa, sino para estimar la rigurosidad de la sanción que se les impondrá, en virtud de que es irracional pensar que todos los delincuentes –entendiendo por tales aquellas personas que cometen un delito– merecen la misma pena, esto es, deben recibir el mismo tratamiento, pues al no poder haber plena coincidencia en cuanto a las circunstancias en que se cometen los delitos, no pueden tampoco existir las mismas penas.En suma, los acusados son culpables del delito que se les imputa, toda vez que en aras de preservar el orden jurídico no podemos hacer excepciones a la ley, sin embargo se debe conmutar la pena impuesta en la sentencia dictada por el juez inferior, ya que la muerte no es una pena proporcional a la conducta desplegada; esta labor, en todo caso, le corresponde realizarla al Poder Ejecutivo.