“Este es el templo de la inteligencia,
y yo soy su sumo sacerdote”.
–Miguel de Unamuno
¿Por qué se obedece el orden jurídico? ¿Es en verdad una dominación racional o legal, propia de toda Democracia, la que nos sujeta a la autoridad como afirmaba Max Weber? La obediencia hacia el orden jurídico, decía Weber, puede establecerse al menos de tres maneras: a través de una dominación legal o racional que descansa sobre la convicción que se tiene del orden jurídico establecido (modelo al que aspira todo Estado Constitucional de Derecho); mediante una dominación tradicional donde la costumbre imperante en un espacio-tiempo determinado es la que rige el curso de la sociedad (característica en las colectividades primitivas); o bien, vía una dominación carismática, que se funda en la entrega incondicional a la santidad, heroísmo o ejemplaridad de una persona, del salvador de las masas (tipología peculiar de los Estados fascistas y/o populistas).
En nuestros días, no sólo a nivel nacional, sino en muchos países del mundo, la racionalidad en las relaciones de supra a subordinación existentes entre los gobernantes y los gobernados, se ha ido desdibujando de manera alarmante, al grado de que son cada vez más los movimientos subversivos de los que tenemos conocimiento. En efecto, si algo caracteriza a las sociedades contemporáneas es precisamente el hecho de que son menos estables en lo referente al papel que desempeñan dentro del Estado como el principal de sus elementos. ¿Esto es señal de progreso o, por el contrario, es signo de una lastimosa regresión? La Democracia, tal parece, sigue sin cumplir sus expectativas.
Luego, ¿qué nos incita a cumplir las normas jurídicas y respetar a la autoridad? Actualmente resulta imposible sostener que es la racionalidad de las normas jurídicas y de las decisiones políticas la que legitima al orden jurídico y a la autoridad como aplicador de éste, pues, en la mayoría de los casos, las sociedades carecen de la cultura legal y política suficiente que les permita calificar al orden jurídico-político establecido como racional o irracional, o bien como válido o inválido si es que no se quiere juzgar desde la racionalidad. En tal virtud, podemos decir, no sin lamentarlo, que el orden jurídico y las decisiones políticas son obedecidos, no por la mucha o poca racionalidad que revisten, sino por el simple hecho de que existe alguien capaz de hacerlos cumplir: el poder gubernamental a través de sus diversos órganos. Esta afirmación no debe confundirse con lo que muchos pensadores, entre ellos Hart, sostienen en el sentido de que es la coacción nacida a partir de la sanción la que impulsa al hombre a obedecer en su carácter de destinatario de las normas jurídicas, ya que, como es evidente sobre todo en las sociedades latinoamericanas, la sanción por sí misma, como amenaza abstracta, no genera ningún efecto coactivo en la conducta de las personas, tal como lo tiene claro el legislador al momento de tipificar delitos en las codificaciones penales, pues claro está que la sola punibilidad no es capaz de prevenir, y muchas veces ni siquiera de sancionar, las multifactoriales conductas antisociales. Con esto quiero decir –aquí mi posición al respecto– que el orden jurídico-político es obedecido gracias a la materialidad de su sanción, gracias a que la fuerza jurídicamente legitimada recae sobre quien osa vestirse de transgresor de la norma jurídica.
La falacia democrática reza que la legitimidad de la autoridad y del sistema jurídico es creada a partir del consenso colectivo, pues de no ser así, es decir, en caso de que la validez del orden jurídico-político sea impuesta a través de la fuerza, a través de la coacción, la inconformidad detonará a lo largo y ancho de la sociedad de modo tal que el sistema en su conjunto estará destinado al fracaso. En esta línea de pensamiento, cómo olvidar las palabras del gran Miguel de Unamuno, quien en su famoso discurso del 12 de octubre de 1936 en la Universidad de Salamanca, lazó una crítica, además de solemne, por demás contundente a los sistemas autoritarios de su tiempo, expresando: “Este es el templo de la inteligencia, y yo soy su sumo sacerdote. Estáis profanando su sagrado recinto. Venceréis, porque tenéis sobrada fuerza bruta, pero no convenceréis. Para convencer hay que persuadir, y para persuadir necesitaréis algo que os falta: razón y derecho en la lucha”.
Las sociedades que nos son coetáneas tampoco están conformes con las decisiones jurídicas y políticas tomadas de manera “democrática”, de suerte que cabe preguntarse: ¿Qué quieren las sociedades? Y en esta tesitura: ¿Es la sociedad quien debe decidir o el orden gubernamental en su lugar? Dicho de otra forma: ¿El orden jurídico debe adecuarse a la sociedad o es ésta la que debe sujetarse a las determinaciones de aquél?
En mi concepto, y a la luz de la alarmante situación por la que atraviesa nuestro país, es el orden jurídico quien debe conducir a la sociedad, esto es, la colectividad debe adaptarse al orden jurídico y no a la inversa, si lo que se pretende es encontrar la estabilidad requerida para caminar hacia el progreso. Así las cosas, propongo replicar la afirmación de Unamuno con las siguientes tres interrogantes: ¿Qué sucedería si la fuerza y la razón dejaran de ser conceptos antípodas uno del otro? ¿Por qué no terminar con la antonimia fuerza-razón? ¿Cuál sería el beneficio de valernos de una fuerza racional y no de una fuerza bruta?
La suerte está echada.