“No deberíamos hablar más que de sensaciones y de visiones: nunca de ideas, pues ellas no emanan de nuestras entrañas ni son nunca verdaderamente nuestras”.
–E.M. Cioran
Preciándose de un tino reflexivo difícilmente comparable, propio de la agudeza literaria de quien disecciona todo cuanto a la vista emerge, en cierta ocasión, con la prosa solemne característica del Siglo de Oro Español, Pedro Calderón de la Barca sentenció: “Quien vive sin pensar, no puede decir que vive”; resaltando, contundente, la importancia que el pensamiento tiene para el ser humano. Con apoyo en esta idea queda claro que el pensamiento, genio de la lámpara maravillosa, trofeo evolutivo del que hace gala nuestra especie, piedra angular de la civilización, se halla por encima del resto de las facultades orgánicas del hombre, siendo incluso la pauta que nos permite discernir qué es y qué no es humano. Pensamiento es a hombre como alas a pájaro, como mentira a político o como balbuceo a reggaeton. Si la negación de su naturaleza desea evitar, el hombre, pues, debe pensar. En bestia, en poco más que un parásito hinchado de costumbres (hola, Charles Dickens), devendría el hombre si dejara de pensar.
Como buen puzzle, el pensamiento es un prodigio de naturaleza poliédrica que, como tal, puede analizarse, no sin escollos, desde distintos enfoques (todos estimulantes). Lo mismo presenta dificultades al definirlo que al precisar su origen o delimitar sus alcances. El pensamiento, producto revuelto de nuestras experiencias, sensaciones y memorias, cambia de un instante a otro, incesante. Es una rueda en movimiento eterno y quizá por eso a diario plantea nuevas incógnitas (espéranos tantito, neuroplasticidad). Pienso que pensar sobre el pensamiento es una empresa nada sencilla que está de pensarse.
En esta ocasión la curiosidad se decanta (disculpe el lector mi “ideofilia”) por cuestionar si hoy en México existen verdaderos pensadores o si, por el contrario, merced al fenómeno globalizador y la troglodítica (qué chingón calificativo) pereza intelectual, estamos rodeados de ecos mas no voces, de sucursales y no fábricas del pensamiento. En una pregunta: ¿qué tan autóctonas son nuestras ideas?
El sistema educativo vigente –entendido en sentido amplio, como el nudo gordiano compuesto por familias, grupos de amigos, escuelas y demás esferas sociales donde, vía experiencia, se gestan los conocimientos– confunde (presumo que adrede) pensamiento con memorización y repetición de saberes predicados por otros y, lo que es peor, suprime nuestro potencial creativo, aplasta el aliento que nos singulariza, cerrando así (con tres candados: miedo, injusticia e ignorancia; por más quijotesco y norteño que esto suene) una valiosa puerta de acceso al progreso tanto social como personal.
La mayoría de los “intelectuales locales” de cuyo saber el vulgo siente admiración y orgullo en diversas áreas (no sé por qué viene a la mente mi querida Facultad de Derecho), al grado de imitarlos y citarlos por doquier, son culpables de que hoy padezcamos la carencia de un pensamiento vernáculo. Estos intelectualoides –haciendo las debidas y honrosas excepciones, claro está–, sucursaleros del pensamiento eurocentrista, guarecidos en la alcurnia, el atuendo, la verbosidad o en la patraña absoluta, alimentan y extienden el referido concepto tergiversado de pensamiento con su labor cotidiana que radica, tal vez por comodidad, por falta de ingenio o por simple cliché (suena más bonito lo proveniente del extranjero), en anteponer la adopción a la creación y la reproducción a la invención.
Tratándose del pensamiento, la sociedad mexicana –todavía condicionada por reminiscencias colonialistas fuertemente arraigadas y difíciles de sacudir– tan sólo es una extremidad más (brazo inútil) del longevo y ajeno eurocentrismo, así como de la idiosincrasia estadounidense, con lo que niega, no sólo sus orígenes y cualquier esperanza creativa, sino también al conocimiento mismo. Incluso en los días que corren nuestra sociedad –liberada física, pero no intelectual y espiritualmente, del colonialismo que nos sojuzgó por cerca de 300 años–, en vez de innovar, prohija pensamientos correspondientes a realidades diametralmente opuestas a la nuestra.
En el ámbito de las ideas el pueblo mexicano continúa siendo dócil. Esta práctica –más bien renuncia–, además de retardar el progreso nacional, amplía el pernicioso distanciamiento que en México hay entre los hombres de ideas y el dinamismo social (barro de la historia). Al haberse originado en contextos históricos, políticos y culturales distintos y hasta antagónicos al devenir nacional (por ejemplo, en el año de 1641, mientras que René Descartes publicó su obra intitulada Meditaciones metafísicas, en la Nueva España la misión de Parras fue secularizada para que los indios pudieran incorporarse a las haciendas vinícolas de la zona; o sea que al tiempo en que los europeos filosofaban acerca del cogito, ergo sum, a los americanos apenas se les permitía involucrarse en el cultivo de la vid), los pensamientos extranjeros ciegamente importados bajo la falacia de que sólo en México pululan los idiotas (quien tiene la oportunidad de viajar está de acuerdo conmigo: nada, ni siquiera el genoma, identifica tanto a nuestra especie como la estupidez humana, la cual, además, diría Albert Einstein, es infinita), propician que los pensadores patrios se alejen de su entorno inmediato. Cual globos llenos de helio, los mexicanos colmados de ideas foráneas flotan, desprovistos de propósitos fijos, por encima de la realidad nacional que tanto los necesita.
Claro es que carecemos de un pensamiento autóctono, mexicano, pues la mayoría, si bien con ciertas variaciones derivadas del lenguaje o la interpretación, vive, deleitado, de la repetición. En ese sentido, somos sucursales y no fábricas del pensamiento.
Nadie con un mínimo destello de inteligencia pondría en tela de juicio la importancia intrínseca de pensadores (después de todo, no es posible crear desde cero, sobre la nada, sin ninguna referencia conceptual) tales como Hermes Trismegisto, Pitágoras, Sócrates, Platón, Aristóteles, San Agustín, Santo Tomás de Aquino, Guillermo de Ockham, Immanuel Kant, Francis Bacon, Rousseau, Hegel, Karl Marx, Schopenhauer, Nietzsche, Unamuno, Max Scheler, Bertrand Russell, Jean Paul Sartre, Albert Camus, Hermann Hesse y un largo etcétera. Mas dicho reconocimiento no implica ni valida que haraganeemos a las faldas ideológicas de alguno de esos y otros pensadores, que evitemos la fatiga de pensar y hagamos del acto intelectivo una mera paráfrasis. Antes bien, encendamos el talento creativo para producir conocimientos que obedezcan a las características y exigencias de nuestra realidad, ya que sólo así ésta podrá ser transformada a nivel sustantivo. No debe perderse de vista que el pensamiento extranjero –útil como todo saber, aunque peligroso como cualquier paliativo– lleva implícita una advertencia que es preciso atender: a causa de que fueron engendrados en el seno de realidades diversas a la nuestra, esta clase de conocimientos son, a lo sumo, referentes, no así dogmas.
A diferencia de los falsos ídolos que hoy marcan los cauces de la intelectualidad mexicana, es necesario que nuestra generación, de una vez por todas, asuma el presupuesto epistémico, la responsabilidad intelectual, de pensar distinto y originalmente. Urgen pensamientos sistémicos (tal como los entendía Ludwig Von Bertalanffy, pero aplicados al terreno social), idearios cien por ciento mexicanos, capaces de atender las particulares falencias de esta sociedad pendida de paradigmas vacíos que, además, nos resultan ajenos.
Con lo anterior no quiero decir, cual recalcitrante nacionalista, que renunciemos a toda sabiduría extranjera –empresa de suyo imposible–, pues lo cierto es que el valor del pensamiento depende, no de aspectos geográficos, sino de elementos muchos más profundos sólo mensurables desde la razón y el gusto. Tampoco pretendo negar el placer que reportan las concepciones edificadas en otros horizontes (desconozco qué sería de mi criterio sin Nietzsche, de mi inspiración sin Bukowski, de mi erotismo sin Tanizaki, de mi rebeldía sin Cervantes, de mi libertad sin el Marqués de Sade), ni mucho menos condenar el recurso de orientar nuestro entendimiento del mundo a partir de ideas impropias (es más, sigamos los consejos de T.S. Eliot y Pablo Picasso y robemos como artistas). Nada de eso. Me refiero a que conviene justipreciar toda noción ajena a nuestra realidad. Hay que evaluarla en su justa dimensión, acogerla hasta donde sea posible y perfeccionarla en el mejor de los escenarios. De no hacerlo así existe el riesgo de prolongar en México el estancamiento ideológico cuyo sigilo es tan escandaloso como el resto de los males sociales. Si bien el conocimiento, per se, es universal, no podemos descartar la carga que conlleva según el entorno donde se desarrolla, pues en gran medida el pensamiento es reflejo de las circunstancias que lo vieron nacer.
La comprensión del problema representa apenas el deseo de cambiar. Para construir conocimiento puramente mexicano, autóctono, se requieren otros ingredientes. Sobre todo es necesario implementar un sistema educativo –entendido en el sentido amplio referido líneas atrás, posible sólo a resultas de la voluntad Estatal– que sobre la base de la correcta comprensión del verbo pensar, incentive la capacidad creadora de las personas y se incline más hacia las preguntas que hacia las respuestas. La memorización, el adoctrinamiento, propios de la enseñanza tradicional, desde tiempo atrás fracasaron con creces, dejando a su paso un ejército de individuos acríticos y manipulables. No queremos ya más de lo mismo. El sistema educativo, antes de introducirnos ideas ajenas, impropias del ámbito donde nos desempeñamos, debe enfrentarnos con la realidad a fin de que podamos, en tal posición, combatirla a base de preguntas críticas y no de respuestas confortables, de creación y no de memorización. En este supuesto resulta válido reproducir pensamiento forastero que nos invita a la creación y alimenta la crítica. Si algo debemos imitarles a las sociedades europeas es el ánimo por innovar y reformar su realidad. El resto supone mera referencia.
El progreso social es uno de los mayores retos intelectuales (así lo grito cada que puedo). Pecaría de reduccionista si pretendiera abarcar su complejidad en tan pocas líneas. Pero lo que sí puedo enunciar de un plumazo es que dicho progreso depende, en gran medida, de la evolución cultural e ideológica que cada sociedad alcance. Bajo esta premisa, la generación del pensamiento netamente mexicano, hasta ahora inexistente salvo en algunas categorías donde vaya que somos competitivos (sirvan de ejemplos el paupérrimo nivel de la política nacional y la delincuencia organizada), sin duda catalizaría el despertar social que tanto ansiamos. La emulación ideológica, deporte favorito de los intelectualoides, desde hace mucho puso a circular en nuestro país un sinnúmero de ideas contra natura, las cuales, lejos de propiciar el progreso nacional, nos supeditan al vaivén de otras sociedades. De ahí la necesidad de erradicarlas a la voz de ya.
La emancipación de los pueblos latinoamericanos no termina con el triunfo de los movimientos independentistas. Una vez derrocado el imperialismo material, debe sobrevenir la redención espiritual que revive y enaltece nuestros orígenes. Quien prescinda de este llamado, estará condenado a vivir en el peor de los colonialismos. Quien no se atreva a repensar nuestra realidad fuera de todo extranjerismo, jamás abandonará su condición de “sucursalero intelectual”. Todavía falta un eslabón por romper: extirpemos esa mente forastera.