El último alegato

En la infausta ciudad de Doxalópolis, donde las decisiones no conocían de razones, sólo de olores, sabores y colores, un debate ferviente cobraba vida: la elección de jueces, magistrados y ministros mediante el voto popular. Mientras la multitud se entregaba a la emoción colectiva, Samuel Rivas, un abogado profundamente comprometido con la justicia, observaba lo ocurrido con creciente inquietud. La posibilidad de confiar los destinos del orden constitucional a la víscera mayoritaria no sólo era arriesgada, sino potencialmente devastadora, y podría socavar la independencia judicial, así como todos los derechos fundamentales que de ella dependen. Doxalópolis era célebre por sus caprichos radicales, entre los cuales se contaban la prohibición de calificaciones reprobatorias en las escuelas y la proscripción del color blanco en las prendas de vestir por dar “una falsa apariencia de pureza”.

Durante una tensa asamblea en la plaza central, donde las voces se entrelazaban en un torbellino de opiniones, Samuel se erguía como el sol entre nubes de tormenta. “Una verdadera democracia respeta la independencia de sus instituciones”, repetía con fervor y consciente de que si los juzgadores eran elegidos bajo designación popular, la justicia podría ser sacrificada en el altar del aplauso. “No se trata sólo de elegir a nuestros jueces, sino de proteger y asegurar su capacidad de actuar imparcialmente”, reiteraba, con un ojo atento a la reacción de su público.

Desafiando la tendencia del fervor masivo, Samuel propuso un modelo híbrido. Los jueces serían evaluados por un comité imparcial antes de ser sometidos a la elección popular. “El objetivo es encontrar un equilibrio”, insistía, buscando que la voz ciudadana estuviera representada, pero sin que ello implicara sacrificar la justicia. Mientras susurraban entre sí, otros participantes elaboraban teorías que políticamente distorsionaban sus argumentos, creándose así un eco distorsionado que amplificaba el miedo y la desconfianza. “Sin un sistema de justicia independiente, corremos el riesgo de que la democracia se transforme en una tiranía de las mayorías, donde no sólo las minorías, sino la propia justicia se convierte en prisionera”, concluyó Samuel.

A medida que las semanas transcurrían, Samuel se convirtió en un símbolo de inquietud en Doxalópolis. Su erudición, que alguna vez había despertado fascinación y curiosidad, ahora sembraba suspicacias. En tiempos de feliz decadencia, la ignorancia brindaba un consuelo común que el conocimiento de Samuel amenazaba. Las murmuraciones se transformaron en rumores, y los rumores, en un bullicio colectivo que llegaba a ser ensordecedor. Se decía que su inteligencia acumulaba un poder inasible, y que podría destruir la frágil paz que aún existía.

Cierta noche, bajo un cielo denso como las preocupaciones de las personas que cubría, una multitud embravecida se congregó frente a la casa de Samuel. Sin entender las verdaderas razones detrás de su miedo, decidieron que su presencia y su sabiduría constituían una amenaza intolerable. Samuel, consciente del inminente destino que le aguardaba, les recibió con la calma digna de un hombre que ha caminado lo suficiente por los senderos de la vida como para saber cuándo una batalla está perdida. No intentó escapar, ni ofreció explicaciones. Sabía que las palabras sólo avivarían el fuego de la ira popular.

De manera visceral, el “pueblo sabio”, en un acto desesperado por recuperar su tranquilidad, arrebató la vida al abogado, convencido de que con su muerte restaurarían la tan ansiada estabilidad. La ejecución fue rápida, pero el legado que dejó Samuel se tornó en un símbolo perdurable: el conocimiento como amenaza.

Los años siguieron su curso, y el asesinato de Samuel Rivas terminó siendo una narración de advertencia, una lección de lo que sucede cuando la sabiduría se enfrenta a la ceguera del miedo. Así, su memoria se convirtió en el arquetipo del sabio aniquilado por quienes no se atreven a mirar más allá de su propia ignorancia. En Doxalópolis, la historia del abogado asesinado resonaba con una verdad implacable: “El verdadero poder no reside en lo que uno sabe, sino en lo que la mayoría decide temer y creer”.

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