Vivimos tiempos oscuros, donde la mediocridad es elevada a la categoría de virtud y el desprecio a la inteligencia se ha convertido en el nuevo mantra social. En esta época de desdén por el conocimiento, el pensamiento crítico gira sin rumbo, atrapado en la espiral de una cultura que, en su afán de igualdad, ha mediado el rigor intelectual, transformando a la ignorancia en sinónimo de sabiduría. Nos encontramos, como diría Nietzsche, en la era del “último hombre”, un horizonte donde el impulso de la razón es rápidamente aplastado por la comodidad de la simplicidad.
Es curioso observar cómo en esta contemporaneidad la ignorancia se viste con galas académicas. Hoy, la voz del experto y del intelectual se diluye en un mar de opiniones igualmente válidas. Tal vez el lema debería ser: “La voz de la multitud prevalece, y que se entere quien se atreva a contradecirla”. En este panorama, el riguroso trabajo de años de estudio y dedicación se yuxtapone con el comentario ágil y ligero de un influencer en redes sociales, quien quizás confundió la historia con una serie de Netflix. En esta época, nos encontramos con la insólita idea de que todos pueden opinar sobre todo, como si la complejidad de la vida fuese trivial. La especialización ha sido deslegitimada de tal forma que, al parecer, cualquier persona con un teléfono en mano puede convertirse en la autoridad definitiva sobre astrofísica o neurobiología, rápido, fácil y sin complicaciones.
Este fenómeno de la democratización del conocimiento, tan bienvenido en algunos contextos, acaba convirtiéndose en un inconveniente en un mundo donde los datos deben ser desmenuzados con mirada crítica. Aquí entra el pensamiento mágico, esa danza encantada que nos ofrece respuestas rápidas a problemas complejos. Surgen así remedios infalibles para males profundos: “¿Crisis económica? ¡Habría que sacar más dinero del aire!”. Al fin y al cabo, si la realidad no se ajusta a nuestras creencias, podemos siempre recurrir a la opción más seductora del autoengaño, donde la negación del problema equivale a su desaparición.
Como una ironía cruel, el mérito ha sido desterrado a favor de una corriente de igualdad que olvida el principio de que no todos los esfuerzos son equivalentes. Se ha construido una narrativa que evita la crítica, en la que todos los caminos conducen al mismo destino, sin importar lo arduo o trivial del recorrido. Los premios se reparten, las calificaciones se ajustan, y en especial, se premia la mediocridad en nombre de la equidad. De este modo, la exigencia se desplaza hacia la comodidad de “ser como todos”, haciendo añicos la idea de que la superación personal y la lucha por el conocimiento son metas dignas y necesarias.
En efecto, estamos en un mundo que parece haberse instalado en una distopía, donde las autorevoluciones son urgentes. Byung Chul Han, en su crítica a la sociedad del cansancio, nos invita a repensar la necesidad de dinamizar el pensamiento crítico y la disciplina. Necesitamos fomentar la autoexigencia y las fuerzas ideales que trasciendan el populismo vacío que hoy impera. La efectividad de las ideologías modernas, cargadas de soluciones superficiales y distracciones cíclicas, clama por un retorno a la razón, a la fascia del carácter humano que da sentido a nuestros anhelos de progreso.
Hoy más que nunca, requerimos voces que nos inviten a enfrentar la complejidad de nuestra existencia en lugar de evitarla. Urge un resurgimiento de la razón, una rebelión contra la nebulosa de la ignorancia. Recordemos que las sociedades que desprecian el pensamiento crítico y la razón son sociedades encadenadas, propensas a perder su rumbo y a repetir su historia de errores. El diagnóstico es contundente: el peligro más grande para nuestra civilización es el desvío del pensamiento y la razón, pues en esa sombra reside la semilla de nuestra propia aniquilación.
¿Y a qué obedece toda esta decadencia generalizada que nos rodea? En busca de respuestas, salió Freud al rescate. Sobre la base del pensamiento freudiano, es interesante considerar cómo la psique humana se ve atrapada entre la búsqueda del conocimiento y la defensa de los instintos primarios. Freud destacó la lucha entre el ello, el yo y el superyó, donde el ello representa nuestros deseos más básicos y el superyó actúa como la voz de la moralidad y la razón. En la contemporaneidad que nos tocó en suerte, la irrupción de la mediocridad y el pensamiento mágico pueden interpretarse como una manifestación del ello, que seduce a las masas con promesas de satisfacción instantánea y respuestas simples.
Esta seducción hacia la ignorancia puede ser vista como un mecanismo de defensa: ante la complejidad del mundo actual, los individuos prefieren refugiarse en la comodidad de creencias infundadas que les permiten evitar el dolor que conlleva el desafío del pensamiento crítico. Freud, al abordar la neurosis, subrayó la importancia de confrontar las realidades internas y externas para alcanzar la salud mental. Así, la mediocridad en nuestra sociedad refleja una resistencia a enfrentar las dificultades inherentes al conocimiento, una evasión que, si no se aborda, puede llevarnos a una catástrofe intelectual y social. La superación del miedo a la complejidad debe ser, por tanto, un esfuerzo colectivo si deseamos navegar hacia un futuro más iluminado.
Sin embargo, incluso en medio de este panorama sombrío, se plantea una reflexión crucial en torno a nuestra relación con el conocimiento y la ignorancia. Tal vez en la búsqueda de la nueva sabiduría, debamos considerar que el arte de ignorar no radica en desestimar todo conocimiento, sino en aprender a ignorar las distracciones que nos alejan del pensamiento crítico. Esto implica filtrar lo superfluo e identificar que, en un mundo inundado de ruido, saber qué ignorar puede ser tan valioso como saber qué aprender. Así, la verdadera sabiduría podría radicar en discernir entre la carga de información y el valor del conocimiento genuino, y en abrazar la complejidad de nuestro entorno como un camino hacia una comprensión más profunda de nosotros mismos y del mundo que nos rodea.