La ilusión del cambio: reflexiones sobre el pensamiento mágico en las festividades decembrinas

El cumplimiento de un ciclo anual, representado por la llegada de la Navidad y el Año Nuevo, evoca sentimientos de nostalgia y esperanza, pero también propicia un fenómeno cultural que ha sido objeto de análisis por diversos pensadores a lo largo de la historia: el pensamiento mágico. Esta inclinación humana a creer en transformaciones automáticas y milagrosas, en lugar de aceptar la dura realidad del esfuerzo y la disciplina como factor de cambio, se manifiesta con particular intensidad en esta época del año.

Carl Jung, conocido por su estudio de la psicología analítica, pensaba que el ser humano tiende a buscar símbolos y mitologías que den sentido a su existencia (tal vez como consecuencia de que se sabe perdido y encontrado en un mundo que desconoce, como diría Xirau). En este contexto, la idea de que un nuevo año trae consigo cambios automáticos puede verse como una manifestación del deseo profundo de la humanidad por escapar de las limitaciones del tiempo y del esfuerzo, que no son otras más que las limitaciones de sus propias capacidades. La práctica del pensamiento mágico resulta seductora, pues permite a las personas eludir el compromiso que implica el desafío de mejorar o transformar sus vidas. Espontáneamente, el inicio de un nuevo calendario se convierte en el pretexto perfecto para abrazar ilusiones de prosperidad y bienestar, con el claro beneficio de no requerir un esfuerzo personal significativo.

Una reflexión crítica acerca de esta tendencia puede encontrarse en las enseñanzas del filósofo austriaco Ludwig Wittgenstein, quien en su afán por desenmascarar las verdades ocultas en el lenguaje (mediante una obra cuya prosa es otro misterio difícil de escudriñar, dicho sea de paso), invitaba a sus contemporáneos a confrontar la autonomía del pensamiento con la realidad tangible. La mayoría de las personas prefiere recurrir a métodos inciertos, a veces hasta absurdos, que prometen cambios milagrosos, antes que comprometerse con la labor que implica la autoevaluación y la reestructuración de hábitos. Desde el uso de ropa interior de colores específicos, pasando por atragantarse de uvas al compás de las doce campanadas, hasta la aplicación de lociones de dudosa procedencia, los rituales que se celebran con la esperanza de atraer buena fortuna ejemplifican la tendencia a externalizar, delegar, la responsabilidad del cambio personal. Sin embargo, es irónico que la búsqueda de estas soluciones superficiales a menudo se traduce en la reafirmación del mismo estado de cosas que se buscaba transformar. El que va en picada invariablemente termina estrellándose en el suelo, pues ante semejante caída nada pueden hacer, por ejemplo, las velas aromáticas o los perdones por conveniencia.

En este sentido, no podemos obviar que la ilusión de la Navidad y el Año Nuevo también supone un mecanismo de legitimación del sistema capitalista. Para Zygmunt Bauman, la vida en la modernidad líquida está caracterizada por la superficialidad de los vínculos y la búsqueda constante de consumo como medio de satisfacción emocional. En este marco, las festividades decembrinas se convierten en una justificación idónea para el desbordamiento consumista: la felicidad se asocia a la compra compulsiva, y no al cultivo de relaciones significativas o a la reflexión crítica sobre nuestras acciones. Así, el consumo desplaza a los procesos de cambio interior, que requieren un esfuerzo consciente y sostenido.

La época decembrina, por tanto, revela con mayor énfasis la idiosincrasia de la posmodernidad, que se manifiesta como un grito desesperado en el sentido de que “otro haga por mí lo que me corresponde”. En la búsqueda de soluciones prácticas y rápidas, se desdibuja la ética del trabajo y la autodisciplina, anteriormente valoradas por las sociedades. La cultura contemporánea parece haber olvidado que la verdadera transformación no proviene de rituales, sino de la incansable y dolorosa labor del individuo que se esfuerza por superarse cada día.

De esta forma, el pensamiento mágico, inmerso en un ciclo de creencias que se perpetúan a través de generaciones, termina convirtiéndose en una trampa seductora que arrebata a la humanidad de su capacidad crítica. En lugar de confrontar las verdaderas dificultades que pueden frenar el crecimiento personal y social, las personas prefieren refugiarse en ilusiones efímeras que tienden a desvanecerse con el brillo de las festividades.

Luego entonces, dibujando una sonrisa irónica en el rostro, cabe recordar que “si hay algo más efectivo que los rituales de fin de año para cambiar tu vida, definitivamente es el manual de instrucciones que decidiste no leer”. A fin de cuentas, el verdadero cambio requiere más que un simple calendario: precisa de trabajo, humildad y, sobre todo, un fuerte deseo de ser protagonistas de nuestras propias historias.

Díganme aguafiestas, lo soy (pero no un perezoso iluso).

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