Prosa espontánea sobre por qué soy un masoquista

Es innegable que en una época como la nuestra en la que el poder de las palabras se desvanece en la fugacidad de los subtítulos de un TikTok o en los caracteres de un tuit y la profundidad de un libro se mide en la brevedad de un “me gusta” la pregunta sobre la naturaleza de mi masoquismo intelectual cobra un significado particular puesto que deviene en un acto casi heroico o tal vez absurdo. El hecho de que me disponga a escribir cuando el mundo, atiborrado de ruido digital y banalidades, parece estar gritando que la lectura se ha convertido en un pasatiempo en peligro de extinción que sólo unos pocos, los auténticos lunáticos, se atreven a practicar, y sin embargo aquí medio estoy, aferrándome a la pluma y al papel como si fueran mis últimas tablas de salvación en un océano rojo de intrascendencia que parece ahogar todo lo que tiene un atisbo de complejidad o trascendencia. Este impulso por escribir, por materializar pensamientos y emociones en una prosa que desafía las convenciones marcadas por la lógica del mercado, me lleva a navegar en las profundidades de mi alma para buscar una respuesta que, sospecho, está tejida con hilos de ironía y humor negro, de esas tiras con las que el eterno unió mis huesos. La escritura, bajo esta tesitura, se convierte en el acto de desvirtuar la razón y abrazar el sufrimiento que acompaña la incomprensión y el desinterés ajeno, y quizás por ello me reconozco como un masoquista en este mundo donde el valor del pensamiento se diluye en la neblina del entretenimiento superficial que todo lo ocupa y que todo lo impide y que tanto me molesta, a mí, que no soy capaz ni siquiera de entretenerme a mí mismo.

Desde los tiempos de los estoicos que defendían la importancia de aceptar el dolor como parte de la naturaleza humana parece relevante citar al filósofo Séneca quien meditó sobre la adversidad y su papel en la forja del carácter, lo que me lleva a preguntarme si al momento de guardar en letras mis cavilaciones para luego depositarlas en la página no estoy, de alguna manera, aceptando una especie de sufrimiento (¿forjando el carácter?) que me empuja a desplegar las puertas de mi psique para que el dolor entre y exponga heridas que, en su momento, habría preferido mantener lejos del espectador indiferente que es un lector potencial, por no decir imaginario; heridas, que son historias, pensamientos y reflexiones, y que se convierten en la carne viva de mi escritura y es así como en este acto de compartir lo que me duele con un mundo que parece haber pactado un silencio de muerte, encuentro una especie de retorno a la paradoja del masoquismo, un placer oculto en el dolor de ser ignorado por la gracia de las letras que me alivian en la misma proporción en que me ocultan. Pinches letras, me asfixian con tiernas caricias que ya no soy capaz de sentir.

Si me permito hacer un guiño a la teoría del artista maldito que ha sido cultivada a lo largo de la historia de la literatura por grandes misántropos y soñadores como Arthur Rimbaud o Charles Baudelaire, aliándome a sus desdichas por mera necedad y porque los del bando contrario ni de cerca se me parecen, me doy cuenta de que escribir en la actualidad equivale a experimentar una especie de martirio voluntario, donde el sacrificio de la mente busca una breve conexión con aquellos que, quizás, caminen entre las sombras de la ignorancia o la indiferencia, y es precisamente en este camino que encuentro una irónica dulce satisfacción (¿justificación de mi desdicha?), una risa oscura que se dibuja en mi rostro al pensar que, contra todo pronóstico, mis palabras podrían llegar a resonar en la conciencia de unos pocos con un sentido de urgencia que va más allá de lo fugaz, como el eco de un susurro que, a pesar de su fragoroso silencio, se aferra a la memoria de modos inusuales. Pero, como dije, sólo hablo de un quizás que me confirma el punto geográfico desde el que escribo: al norte de la nada.

Como sostuvo con agudeza Nietzsche, el sufrimiento es parte intrínseca de la experiencia humanizada y en un mundo donde lo inmediato ha tomado el lugar de lo sustancial, el escritor se erige como un guerrero del lenguaje tocado por la locura que implica hacerlo, donde la locura se revela no sólo como una carga sino como una fuente inexhaustible de creatividad demoledora y redentora. Esta reflexión sobre la escritura y el acto masoquista que implica puede llevarme, incluso, a reflexionar sobre las más oscuras intenciones del ser humano, la eterna búsqueda de reconocimiento que, en la más cruda realidad, es una búsqueda tan inalcanzable y ridícula como el mismo sentido de la vida, un ciclo vicioso del que ni el más valiente de mis guerreros podría escapar (¿cómo podrían hacerlo si viven de eso, del absurdo?). Por lo tanto, en cada palabra que escribo, se encuentra un fragmento de masoquismo sangrante que, casi como un juego de dominó, se despliega en la insensatez de abrirme a un mundo que a menudo elige ignorarme, y quizás, solo quizás (otra vez quizás, digo comprándome otros meses de existencia al precio de prolongar lo evidente), es ahí donde radica la belleza del sufrimiento que me convierte en un escritor de una época desconocida, en un masoquista consumado, pues no hay nada más grato para mí que el desprecio de aquellos con los que pese a tantos esfuerzos no pude reconciliarme, yo, un águila, que por solitaria y desplumada que sea, se resiste a ser huevo otra vez.

Al esforzarme por dar respuesta a la interrogante que titula esta prosa automática que rememora mis experiencias lectivas con Jack Kerouac parece brotar de mi monitor un sentido cómico y trágico que me aconseja que sería banal tomarme demasiado en serio, que sería absurdo tratar de buscar una salida a un laberinto en el que soy a la vez el constructor y la víctima, en el que yo mismo decidí instalarme. Soy un masoquista porque (ahora puedo decirlo) en esta travesía de la escritura he decidido gozar del dolor que conlleva no siempre ser leído, y dentro de esta dolorosa elegancia encuentro mi voz, una voz sin pose, sin pena ni gloria. Se trata de un susurro que persiste a pesar de todo, un eco que busca resonar en la eternidad, aunque pueda ser percibido como un grito silencioso en la vasta soledad del universo.

Soy un masoquista porque no serlo sería aún peor y porque confío en que sólo los gritos nacidos del dolor resuenan en la eternidad, allí donde vive la grandeza, el éxito de los que queriendo lo mejor después obtienen lo peor ahora. Pero quién sabe. Esto lo dice un escritor y a los escritores en los tiempos que corren ya no les cree nadie.

O tal vez sólo soy un prisionero de mis propias palabras.

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