Juristocracia

En la era de los derechos humanos el control político, faccioso e incierto por antonomasia, debe ceder paso al control judicial, objetivo y estable por naturaleza. Las decisiones sociales fundamentales deben someterse al escrutinio judicial, a la aristocracia del saber jurídico representada por los jueces constitucionales.

La complejidad de las sociedades democráticas contemporáneas, insertas en esquemas donde se privilegian las libertades –al menos en términos formales– y se propicia la pluralidad de ideas, nos plantea nuevas interrogantes en cuanto a los alcances funcionales del Estado, y al mismo tiempo pone en duda la tradicional forma en que se ha venido ejerciendo el poder político. Atravesamos por una época donde la variada dinámica del poder –diseminada asimétricamente en distintas entidades– nos insta a diseñar mecanismos jurídicos, políticos y sociales que se ajusten a los parámetros fundamentales de la actuación estatal: a los derechos humanos.

Desde que en el contexto evolutivo del Estado tuvo lugar el denominado “giro copernicano” –expresión acuñada por Norberto Bobbio[1]–, gracias al cual se invirtió el punto de vista en el entendimiento del poder político y se pasó de los deberes a los derechos, la actuación del Estado experimentó un cambio sustancial en beneficio de las personas, pues a partir de ese momento, además de orientarse al cumplimiento pleno de sus funciones originarias –que, a su vez, constituyen su razón de ser–, asumió la ardua labor de reconocer, promover y proteger los derechos humanos (ofendículos del poder estatal por antonomasia).

Al modificar u orientar la actuación del Estado, esta inversión garantista también trajo consigo una serie de concitaciones alrededor de la distribución de poder según la clásica división tripartita, en la que se privilegia a la rama legislativa en temas políticos de gran calado. En efecto, sabemos que tradicionalmente, enalteciendo la labor de los representantes democráticos como la única voz del sentir social, se sostenía la preeminencia de los legisladores respecto de los jueces –que de antaño no eran sino el reflejo de la voluntad del Poder Ejecutivo– en la resolución de las disidencias políticas y electorales, situación que llevó a considerar al ámbito judicial, en palabras del propio Montesquieu, como un “poder nulo”[2], aduciéndose que los jueces eran simples bocas inanimadas por las que hablaba –mas no se interpretaba o integraba– la literalidad de la ley.

Sin embargo, con el paso del tiempo –y a consecuencia de los imperativos circunstanciales de las sociedades plurales– esta concepción se ha modificado: en los Estados Constitucionales de Derecho, a partir de la última década del siglo XX, las cortes y tribunales constitucionales han ejercido un marcado activismo judicial en la vida democrática (como en el caso mexicano, donde la creación del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación y el fortalecimiento de distintos medios de control constitucional, entre ellos el juicio de amparo y el juicio de revisión constitucional en materia electoral, han ampliado el filtro jurídico en múltiples asuntos políticos), bien sea dirimiendo los conflictos electorales, bien cuestionando la constitucionalidad de las leyes, bien sometiendo a escrutinio jurisdiccional diversas prácticas políticas, o bien fungiendo como árbitro en las pugnas políticas.

Aunado a las tétricas experiencias derivadas del éxito de los regímenes fascistas durante la primera mitad del siglo XX, y a la crisis de representatividad política tan latente en las sociedades latinoamericanas –sin mencionar los colapsos sociales a los que han llevado algunos órganos legislativos–, factores como el reconocimiento universal de los derechos humanos, la rigidez constitucional propugnada por corrientes neoconstitucionalistas y el pluralismo jurídico vigente en cada vez más Estados de la comunidad internacional (a través del cual cada Estado cede parte de su soberanía y reconoce la existencia de una especie de orden jurídico internacional, sustentado en las declaraciones y tratados internacionales en materia de derechos humanos), han propiciado la racionalización jurídica del conflicto político-social, esto es, han dado pie a que en ciertos sectores la política se vea obligada a judicializarse, so pena de convertirse en una labor ilícita –peligrosa– o utópica –estéril– en el mejor de los casos.

Así, pues, la judicialización de la política (conceptualizada como supeditación judicial de los diferendos electorales, pero también como redistribución del poder a favor de la rama judicial en aras de salvaguardar los derechos humanos), ha demostrado ser, no sólo viable y práctica, sino además necesaria en algunos ámbitos sociales –pues ciertamente no se pretende sostener una juristocracia humanitaria plena o totalitaria– que bajo ningún supuesto, dado su grado de importancia, puede confiárseles a las mayorías o a los intereses partidistas o facciosos –con todo lo que ello supone–, y que por lo mismo no deben ser definibles en términos estrictamente políticos, sino configurados a partir de las decisiones que, con independencia, riguroso apego al orden constitucional y estricta argumentación, tomen los jueces constitucionales. Esto, cabe decir, no debe entenderse como la inclinación por crear un “Superpoder Judicial” que esté por encima de cualquier órgano del Estado, presto a en cualquier momento abusar de su poder, sino como la intención por complementar de manera orientativa –específicamente, racionalizar jurídicamente– la función política, dejando a salvo, en todo caso, la facultad del Poder Legislativo, a través del constituyente permanente, de modificar la Constitución cuando resulte conveniente –facultad que, de hecho, es un contrapeso de las decisiones judiciales–.

Por ello, frente a la pregunta de quién debe emitir la última decisión en asuntos sociales de gran envergadura, sostengo que debe ser la Suprema Corte de Justicia de la Nación en su carácter de Tribunal Constitucional y no los legisladores democráticos, tal como lo demuestran copiosos datos empíricos. Y es que en tratándose de la protección de los derechos humanos, es preferible contar con un control constitucional judicializado (basado en argumentos jurídicos) que con un control político (basado en intereses partidistas), pues aquel reviste los siguientes beneficios: a) es un control objetivado, toda vez que parte de un andamiaje jurídico-normativo preexistente, no disponible para el órgano de control de manera amplia; b) se basa en razones jurídicas y no en consideraciones –quizá conveniencias– políticas; c) su ejercicio es necesario en el sentido de que ha de ejercerse cuando sea instado a ello; d) está encomendado a un órgano independiente e imparcial, dotado de singular competencia para resolver cuestiones de derecho; y e) existen mecanismos jurídicos, como lo es el juicio de amparo, que pone este control a la disponibilidad de los ciudadanos, con lo que se refuerza el concepto de soberanía popular. Asimismo, como lo ha sostenido el Ministro en retiro José Ramón Cossío Díaz[3], el sometimiento de la política a la Constitución representa un ejercicio de suma importancia para la democracia nacional, ya que con ello se hace posible que la norma fundamental permee en todos los actos de las autoridades políticas.

Consecuentemente, el debate acerca de la idoneidad de establecer una juristocracia en temas políticos fundamentales, debe quedar superado reconociendo la importancia del activismo judicial en la era de los derechos humanos. De suerte que es momento de centrar nuestra atención en temas relativos a la independencia judicial y a la imparcialidad de los juzgadores constitucionales, con el objeto de que éstos cumplan satisfactoriamente su labor democrática en la defensa de los derechos político-electorales que, en el fondo, son también derechos humanos.

Con la judicialización de la política podremos contar con un sistema político estable, dotado de certeza y seguridad jurídica, por lo menos en lo tocante a los derechos humanos de que somos titulares.

En suma: como lo demuestra la práctica ordinaria de las democracias que se desarrollan al interior de los Estados Constitucionales de Derecho, la judicialización de la política es un indefectible fenómeno, más aún una necesidad política, de cara al creciente reconocimiento de los derechos humanos, que se han convertido en el parámetro fundamental de la actuación estatal, y han modificado el rumbo ciertamente deliberado e incierto –basado en los consensos políticos celebrados por las mayorías partidarias– del poder político tradicional, creándose así el terreno fértil para que los jueces constitucionales, quiérase o no, desempeñen un papel protagónico –incluso determinante– en la democracia.


[1] Bobbio, Norberto, Teoría general de la política, Madrid, Trotta, 2003, pp. 512-513.

[2] Montesquieu, Charles de Secondat, baron de, Del espíritu de las leyes, 16a. ed., trad. De Nicolás Estévanez, México, Porrúa, 2006, p. 112.

[3] Véase “Destaca ministro ‘creciente judicialización’ de política en México”, NTRPeriodismo Crítico, Madrid,http://ntrzacatecas.com/2010/03/16/destaca-ministro-creciente-judicializacion-de-politica-en-mexico/

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