El sol había terminado su turno. La noche se instalaba desdoblando cuidadosa, casi imperceptible, una inmensa lona oscura a lo largo de la bóveda celeste. Todo, gradualmente, empezaba a sumergirse en el frío sosiego, en la calma taciturna. Apenas la idea de tomar un breve descanso asomó en su mente cuando, de manera sorpresiva y hasta molesta, sonó el destartalado teléfono celular, el mismo que desde tiempo atrás creía descompuesto a falta de uso y que tan sólo hacía las veces de reloj despertador.
–¡Carnal! Espero no interrumpir. ¿Cómo estás? –alcanzó a oírse al otro lado del auricular.
–Oh, Fabio. Todo bien, gracias… ¿Pasa algo? –preguntó Carlos de golpe.
–Estoy con los viejos compas de Filosofía en el Oporto. Tú sabes, sólo con los que son leña y tienen estómago para el trago.
–¿En el Oporto? Pensé que no te gustaba.
–¡Está del asco! Por eso sería bueno que jalaras. Te extrañamos, carnal. Hace mucho que nos abandonaste.
–Me ocupé en otras cosas –esquivó Carlos.
–¿Entonces, le caes? Estará chingón. Ernesto, el pelirrojo que siempre disparaba las chelas, se comprometerá con Julia. ¿Te acuerdas de ella?
–¡Cómo olvidarla! Era la más buena de toda la Facultad. Tenía unas tetas enormes.
–Y todavía las tiene así, carnal. Lástima que las vaya a privatizar con el Rojo. En fin, espero verte por acá.
–Haré lo posible.
–Ya está –dijo Fabio antes de colgar.
Sonriendo –pues la inconfundible voz de Fabio hizo que recordara varias experiencias de su estrambótica vida de estudiante–, Carlos aventó el celular al sillón que tenía enfrente, prendió un cigarro y reflexionó sobre la invitación recibida momentos antes. Sabía que era una más de tantas borracheras, algo absurdo. Pero su vida, sobre todo en los últimos meses, estaba colmada de monotonía y aburrición. Carecía de emoción, de significado, de sentido, como la de muchos, y eso constituía motivo suficiente para considerar en serio reunirse o no, al menos esa vez, con los compañeros de la generación 2009-2013 de su querida Facultad de Filosofía y Letras. Quizá la invitación era la fugaz escapatoria del mundo cotidiano que tanto requería y en cierto modo ansiaba. Efímera, burda, común, sí, pero al cabo huida. Pausa a la rutina, un breve respiro.
La balanza de la deliberación interna favorecía el platillo del no. Cualquier suerte de atractivo comenzaba a teñirse de apatía, y de pronto Carlos sintió cómo los amarillentos y callosos dedos índice y medio ardían. El cigarro, apenas calado un par de veces, se había consumido por completo. La quemazón ocasionó que interrumpiera el curso de sus reflexiones. Al fin decidió: el Oporto, después de todo, necesitaba espíritus libres. Pocos saben sacarle provecho a la noche. Carlos era uno de esos y lo sabía. “¿Julia y Ernesto? ¡Qué más da!”, pensó. Tomó sus llaves. Se puso en marcha.
Lo único rescatable del Oporto era la música. Largas y variadas listas de jazz y blues resonaban, siempre con genuina elegancia, hasta en el más impensable y oscuro rincón de ese antiguo bar enclavado en una de las colonias más exclusivas de la Ciudad de México. El resto del lugar, curiosa imitación de antigua taberna madrileña, estaba adornado con imágenes de borrachos y numerosos borrachos que no dejaban de mirar las imágenes. Parecía, de alguna manera, un sagrado Áshram donde los asiduos monjes (borrachos) acudían a meditar en medio de mantras (jazz y blues) y mandalas (fotografías de borrachos), sin otra finalidad más que alcanzar la liberación personal (embriaguez). Lugar aburrido, pero lleno de carácter y aire bohemio. Así lo comprobó Carlos al encontrarse con sus excompañeros de la Facultad.
–¡Qué sorpresa! ¡El gran filósofo Carlos Manson! –exclamó Regina emocionada e irónica.
–¡Hola! ¡Hace cuánto tiempo! –dijo Carlos y abrazó a Regina.
En la Facultad era de conocimiento público que Carlos, el más inteligente, loco e introvertido de los alumnos, no tenía amistad con ninguna mujer, a excepción de Regina, chica más guapa que inteligente, de sonrisa perfecta y cautivadora, simpática, deportista, a quien nada le importaba tanto, ni siquiera el estudio mismo, como Salvador, del cual estaba, según decía, profundamente enamorada. Salvador, por su parte, era uno de esos tipos rudos enrolados en drogas y negocios turbios cuya sola presencia, más que respeto, admiración o empatía, causaba temor en los demás. Tenía fama de haber madreado y enviado al hospital a más de uno. Nadie, sólo Regina, quería convivir o cruzar palabra con él. Su tipificación sanguínea encuadraba dentro de lo que el vulgo denomina sangre pesada, pero nadie se atrevía a decírselo. La mayoría, incluso Carlos, prefería tolerarlo, darle por su lado. De ahí que, después de ver a Salvador sentado en una de las desgastadas sillas del Oporto, Carlos actuó normal, inalterado, maduro. Manejó la situación con normalidad.
–Salvador, ¿cómo estás? –saludó Carlos simulando alegría.
–Peor que tú, Charly. ¡Mírate! No cambias, estás igualito, cabrón –comentó Salvador un tanto burlón.
–Ya sabes. Si no es para bien, mejor ni cambiar. Tú estás muy cambiado, Chava. Seguro para bien –reviró Carlos.
–Eh… Te presento a Olga –Salvador cambió de tema–. Olga, él es Carlos, un viejo amigo de la “Facultad de Misantropía y Juergas” –y se echó a reír.
–Hola –dijo Olga acercando su mejilla.
–Un gusto –dijo Carlos y correspondió el saludo de beso.
Tras la siempre incómoda ronda de saludos, presentaciones y comentarios estándar, Carlos caminó entre los asientos de manera sigilosa, como quien evita ser visto. Llegó al final de la mesa, justo donde estaba Fabio escribiendo, con singular atención y premura, un mensaje de WhatsApp en su celular.
–¡Ni aquí dejas de ver porno! –bromeó Carlos.
–¡Carnal! ¡Qué bueno que te animaste a venir! –contestó Fabio sin dejar de teclear–. Nada de eso. Estoy platicando con una teen.
–Estás cabrón. Anda, destápame aquella chela. La noche está como para invocar a Dioniso. No sólo vine a escuchar buenas rolas, ¡eh! Por cierto, ¿y los futuros esposos? –preguntó Carlos mientras recorría con la mirada la totalidad del Oporto.
–Aquí estaban hace rato –dijo Fabio y entregó a Carlos la cerveza–. ¡Salud, carnal! –y alzó su botella.
–Como en los viejos tiempos –y Carlos hizo el mismo ademán.
Luego de un largo trago de cerveza, Carlos giró en la silla y advirtió que Julia, al parecer furiosa, entraba a toda prisa al Oporto. Detrás de ella, cual novata y lenta sombra, a paso rápido e inseguro –acentuado por el vaivén de su cabellera roja–, y con gesto preocupado, venía Ernesto intentando alcanzarla. Gracias a esta escena, típica de las relaciones tóxicas, Carlos supo dos cosas: los senos de Julia seguían bien puestos en su lugar, y las cosas entre los prometidos no marchaban del todo normal. Previo a sentarse, Julia, y enseguida Ernesto, se dirigieron hacia donde estaba Carlos.
–¡Mira nada más! –exclamó Julia con inesperado entusiasmo–. El mismísimo Carlos Manson. ¿Cómo te va?
–¡Julia! –dijo Carlos en tono dudoso.
Otro secreto a voces era que la convivencia de Julia y Carlos jamás había sido especial o cercana. Estudiaron en la UNAM, compartieron clases, apuntes, opiniones, tenían amigos en común, inclinaciones filosóficas afines, gusto por la cerveza, pero nada más. Sus esporádicos encuentros se limitaban a meros saludos, acaso a intercambios de sonrisas. En la Facultad corría el rumor de que Julia, en cierta fiesta, abofeteó a Carlos porque éste, ya bastante pasado de copas, le hizo una supuesta invitación sexual. “Nada del otro mundo”, decían algunos. “Carlos fue un completo depravado”, comentaban otras. Sólo ellos conocían la auténtica verdad. Mientras tanto, allí estaban, en la misma mesa, festejando, como si fueran entrañables amigos, una de las decisiones más importantes en la vida de Julia, descartando, y tal vez perdonando, lo ocurrido en el pasado, cualquier disgusto entre ellos. En idéntico punto geométrico, Julia formalizaba su relación sentimental con Ernesto, en tanto que Carlos, vía la diversión etílica, intentaba escapar por un rato de la vida vacía y absurda que le tocó en suerte. Mentes y cuerpos y circunstancias y emociones y objetivos y esperanzas completamente diferentes. La geografía, sin duda, no sabe de motivaciones ni cumple caprichos. Siempre une lo inesperado, lo antagónico, lo increíble, aun en los momentos más increíbles y ante ello no queda más remedio que guardar la compostura. Así lo entiende la mayoría que está obligada a jugar y moverse en sociedad, a quedar bien con su entorno. Hasta el propio Ernesto, claramente conflictuado con Julia, tuvo que asimilarlo. “Más vale actuar normal y olvidar todo, pues hoy es mi día, nada me lo arruinará”, se dijo Ernesto para sus adentros e intentó reintegrarse, no sin esfuerzos, a la celebración.
–¡Carlos, hermano! ¡Qué gusto tenerte aquí! –intervino Ernesto.
–No podía perderme su momento. Además, ¿hace cuánto que nos vimos por última vez? –cuestionó Carlos.
–Déjame recordar… La última vez fue en… ¡La clase de Mayorga! ¿Te acuerdas de ese pinche enano prepotente?
–Casi me expulsan por empujarlo –dijo Carlos mientras reía–. Lo recuerdo bien.
–Espero que ya no seas tan necio, hermano. ¡Salud por eso!
–¡Salud!
Los presentes alzaron sus bebidas para ofrendarlas a lo que parecía ser un ente invisible situado en las alturas. ¿Dios, alguna realidad etérea, mero simbolismo? Era lo de menos: la fiesta de Baco estaba próxima al clímax. El líquido “saca verdades” y las sustancias trasnochadoras despedían el inconfundible olor a desenfrenada intoxicación. La diversión tomaba cuerpo alrededor de las siete almas allí reunidas. El compromiso de Julia y Ernesto, como sucede con casi todas las celebraciones, tan sólo fue la excusa, el pretexto para dejarse llevar por lo trivial, el amortiguador de los golpes y reclamos que propina la consciencia.
Entre cháchara, anécdotas, bromas y alcohol, mucho alcohol, se desenvolvía el inusitado festín. Los filósofos en la mesa llegaron a la unánime e implícita conclusión de que, al final, valió la pena revivir la despreocupada diversión de los viejos tiempos universitarios. Entraron en confianza y, estimulados por la bebida, decidieron quitarse el decoro y colgarlo, junto a los abrigos y bolsos, en el perchero o atrás de las sillas. Propicio para saciar el antojo, así resultaba el ambiente y en él, como en contadas ocasiones, podía respirarse libertad, sinceridad, seguridad y singular alegría. Nadie quedaba fuera. Todos disfrutaban el momento a su manera. Para sorpresa de muchos, el Oporto ya no era más el bar apagado y simplón de costumbre.
–¡Oigan, chicos! Su atención un momento –de pronto dijo Fabio levantándose del asiento–. Estamos pasándola a gusto, chingón, como debe ser, pero no olviden el verdadero motivo de reunirnos –y con la palma hacia arriba señaló a Julia y Ernesto.
–Tiene razón. De tantas chelas no vayan a echarse pa’trás con el casorio –se unió Regina al comentario en tono de broma.
Leves risas secundaron el comentario de Regina. A continuación iniciaron los aplausos y alguno que otro silbido a modo de presentación. Julia y Ernesto, ruborizados, voltearon a verse. El momento esperado había llegado.
–Como saben, Julia y yo llevamos juntos cerca de cinco años –inició Ernesto disimulando su nerviosismo–. La conocí en la universidad y desde entonces hemos compartido muchas experiencias. Nos amamos –y tomó de la mano a Julia–. Y si bien lo nuestro es maravilloso –prosiguió Ernesto ante la incredulidad de los espectadores que sabían de las constantes discusiones que tenía con Julia–, nos casaremos y viviremos juntos y tal vez hasta hagamos una familia. No, Julia no está embarazada, así que dejen el chisme de lado. Y bueno, queríamos compartírselos, porque ustedes son nuestros amigos. Gracias por acompañarnos –concluyó y besó a Julia.
–¡Bravo! –se escuchó y estallaron los aplausos.
–¡Por Julia y Ernesto! –exclamó Regina.
–¡Salud! –dijeron todos al mismo tiempo y formaron una bóveda de botellas y vasos alrededor de la oficializada pareja.
Imparable, silenciosa, la noche avanzaba, envejecía. Cada vez más hundidos en la divina embriaguez, como alguna vez estuvieron en los corredores de Ciudad Universitaria, a las afueras del auditorio “Che” Guevara, los antiguos estudiantes de Filosofía convivían tan a gusto que generaban, sin proponérselo, un ambiente donde espacio y tiempo, cuando no inexistentes, eran por demás relativos, intangibles, nimios. Donde las horas marchaban, ya no a la luz de algún huso horario, sino mediante las visitas al baño, llamadas perdidas de madres preocupadas, colillas de cigarro, número de rondas, mareo, codos escoriados, hipo, temperatura corporal, lenguas adormecidas, rostros enrojecidos, maquillaje corrido y labios blanquecinos que el alcohol dejaba a su paso. Mijaíl Bakunin estaría orgulloso de ellos: hasta el mínimo orden fue alterado, sustituido por exaltación de la libertad. La disposición espacial de los contertulios ya no obedecía a lógica determinada alguna. Ni siquiera las prendas colgadas del respaldo de las sillas, que tenían la primitiva función de marcar territorio y apartar lugares, eran respetadas. Cada quien tomaba asiento a placer, aquí y allá, donde el instinto señalaba o donde podía sacarse algún provecho. Y es que, invariablemente, llega una etapa de la francachela en que los borrachos buscan, de alguna forma, justificar la resaca del día siguiente. Si dolor de cabeza, deshidratación, fotofobia, vómito, nerviosismo y, en ocasiones, hasta remordimiento moral son inevitables, más vale que cada uno de esos malestares haya sido consecuencia directa de beneficios económicos, sociales y/o sexuales. Bajo esta premisa, pasada la mitad de las borracheras colectivas, como al “cuarto para el zafarrancho”, es común ver desfilar con torpe disimulo a sujetos que buscan, bien consumir más de su exigua coperacha –si es que dicha aportación aparece–, bien cultivar amistades que a mediano plazo produzcan dividendos, bien limar asperezas de conflictos censurados en la sobriedad, o bien seducir al prójimo, para ese momento despojado de toda fealdad e intimidación, con quien tal vez pueda compartirse la cama y dormir cálidamente.
El ya maduro guateque celebrado al interior del Oporto, por supuesto que no era la excepción: con el espíritu desinhibido, presto a desafiar cualquier clase de obstáculo, los filósofos en ciernes, salvo Carlos –quien llevaba varios minutos absorto en sus pensamientos– y los recién comprometidos –entonces ocupados en saber qué día podrían mudarse al nuevo hogar–, decidieron darle rienda suelta a la libido y aceptar el pansexualismo freudiano. Inmersos en esa dinámica, rompieron bastantes géneros, incluyendo diferencias epistemológicas, económicas y estéticas. La luz verde del cortejo sexual estaba encendida.
Fabio, enamorado cautivo de Regina desde los primeros semestres de la Facultad, no quiso perder la oportunidad de acercarse lo más posible a su fémina para besarla y acariciarla y conquistar cuanto derivara de esa apasionada interacción. A lo largo de una licenciatura completa, estúpido de él, fue incapaz de concretar o al menos expresar los sentimientos hacia Regina. Pero el tiempo había pasado, sus fracasos estaban confinados en el recuerdo. Era necesario darle un giro al destino. Fabio sabía que difícilmente volvería a presentarse otra ocasión similar donde oscuridad, embriaguez, desenvoltura y cercanía marcaran la pauta, así que se lanzó. Al principio fue complicado. Regina, sin pizca de disimulo, no apartaba la mirada de Salvador y torturaba sus deseos viendo cómo éste, con el pesado estilo que lo distinguía, besaba el rostro de Olga a discreción de tal manera que los labios invadieran orejas, mejillas, cuello e incluso punta de la nariz, menos la boca –destino final del buen seductor–. A pesar de tal escenario, Fabio no claudicó. Entendió que deshacerse de Salvador, su primer enemigo a vencer, sólo era cuestión de minutos. Intuía que los neurotransmisores harían lo suyo y Olga cedería al posmoderno ritual de apareamiento orquestado por Salvador. Una vez ocurrido eso, seguro dejarían el Oporto, o en el mejor de los casos Regina terminaría desilusionada. Aconteció lo segundo: Olga y Salvador entraron de lleno al intercambio de besos, caricias e invitaciones no verbales, al ciclo de la comunicación sensitiva. Regina, después de algunos minutos observando, sintió al fin que su vigilancia, quizá acoso, resultaba inconveniente, infantil. Suspiró resignada y olvidó el asunto. Ahora su atención estaba centrada en Fabio, a quien sólo le faltaba vencer al último y más grande enemigo: él mismo.
En las bocinas comenzó a sonar Blue In Green de Miles Davis. Fabio ya no tenía excusas, los dioses noctámbulos estaban de su lado. Terminó la tibia cerveza de un solo sorbo, humedeció sus labios, comprobó el buen estado del aliento y sin que mediara palabra alguna besó a Regina, quien tras percatarse de la sorpresiva acción, oponiendo nula resistencia, decidió unirse al agasajo dejando entrever a cada movimiento notable experiencia y un toque de rencor, quizá dedicado a Salvador.
–¡Órale! No lo esperaba –dijo Regina tras finalizar el beso.
–Hace años que espero este momento –replicó Fabio seguro de sí mismo.
–Manson tenía razón.
–¿Carlos? ¿Qué te dijo ese güey?
–En la fiesta de graduación, cuando el Manson ya andaba medio pedo se sinceró conmigo y dijo que te latía. Obvio, no le creí. ¿Quién confía en un borracho?
–Madres, esposas e hijas, incluso familias enteras. No deberías subestimar a los borrachos, estamos pletóricos de sabiduría.
Ambos rieron ante la exageración del comentario, pero no por mucho tiempo. De inmediato, fueron de las palabras a los actos, del intercambio verbal al intercambio de saliva. Dejaron de hablar y volvieron a besarse. Algunas cuantas palabras, abundantes e intensos besos. Esa fue la métrica durante el resto de la noche. Fabio, después de tanta espera, había llegado a la meta. Regina, sin esperarlo, apenas comenzaba a fijarse metas, futuros, junto a Fabio. Fin y comienzo, presente y futuro, victoria y esperanza presentes, vaya paradoja de nuevo, en idéntico sitio.
La iluminación del Oporto disminuyó todavía más. El aire romántico y bohemio de la noche fluía con mayor soltura, aunque el jazz de fondo sonaba exhausto. El constante golpeteo de utensilios proveniente de la cocina del bar, antes encubierto por el rumor de los clientes, aumentaba en ruido y molestia. Faltaban quince minutos para que el establecimiento cerrara. La jornada habitual había terminado, no así el festejo de Julia y Ernesto, aún en pleno apogeo. Los meseros, reunidos en la caja principal, aguardaban impacientes a que los chicos tomaran la iniciativa y pidieran la cuenta de una vez por todas, pero ninguno de los últimos comensales daba señas al respecto. Lejos de intenciones por marcharse, en la única mesa activa podían contemplarse escenas que Ignacio Lehmann congelaría gustoso en fotografías. Mediante intensos besos, caricias y abrazos, el grupo de amigos, excepto Carlos, demandaba sitios más privados, o cuando menos leyes, morales y convencionalismos sociales más laxos.
–¡En diez minutos cerramos! Aquí está su cuenta, chicos –decretó el más desesperado de los meseros y colocó la comanda a la vista de todos.
–Sí, muchas gracias –respondió Carlos, único que tenía mente, boca y manos desocupadas–. ¡A ver, tortolitos! ¡Vengan para acá! –alzó la voz y todos se arremolinaron alrededor suyo, pues querían saber a cuánto ascendería la prorrata.
Mientras los jóvenes filósofos invocaban el saber pitagórico para pagar la cuenta, dos meseros procedieron a limpiar la mesa que lucía, cual accidentado campo de batalla, tapizada de cadáveres: muchas botellas de cerveza –cuando no reventadas, sí caídas o agonizantes aún con poco líquido–, apenas separadas por espacios cubiertos de boronas, salsa de tomate, ceniza, corcholatas, etiquetas humedecidas, servilletas a medio uso y el juego de llaves de algún despistado, daban cuenta de la vorágine local previamente desatada.
Cierta mosca, posada en la pegajosa boquilla de una de las botellas, asustada por el trapazo que dio uno de los meseros, emprendió el vuelo no sin esfuerzo, tal vez también debido al peso de la embriaguez, e hizo que su diminuto cuerpo siguiera la estela de luz trazada desde el foco central del Oporto. Volaba sobre las tambaleantes y despeinadas cabezas de los contertulios. Deseosa, confundida, enajenada, se acercaba poco a poco a la luz que tanto seducía. Para ella, en ese momento nada importaba tanto como la luz. Voló y voló. Ya estaba próxima, muy cerca del fenómeno incandescente, y de pronto un destello confirmó lo inevitable: el insecto impactó el foco. Sus alas quedaron adheridas al vidrio de la bombilla y terminaron calcinadas, evaporándose. Quemada, ennegrecida y agonizante, la mosca, o lo que de ella quedaba, caía al piso girando y girando y dejando a su paso espirales de humo que segundos después terminaban confundidos en el ambiente. La noche cobró la primera de sus víctimas y todo por algunos vatios seductores y años de instinto incontrolado.
Incluyendo el siempre polémico porcentaje de “propina obligatoria”, la cuenta fue pagada. Ahora el problema consistía en determinar dónde y cómo continuaría la celebración. Ninguno de los filósofos daba muestra de cansancio. Se escucharon sugerencias: otros bares, casas de amigos, direcciones, tiempos, distancias, costos, pero nada concreto. La borrachera hacía imposible concentrarse y llegar al consenso. De suerte que, ante la eminente urgencia que más de uno tenía de satisfacer sus negociados deseos sexuales, Julia y Ernesto propusieron acudir al departamento donde pronto vivirían.
–Hay un pequeño inconveniente, chicos –acotó Julia–. Somos siete y el carro de Ernesto no es tan amplio –se quedó pensando mientras acariciaba su barbilla.
–No hay bronca –dijo Ernesto–. Ahorita nos acomodamos.
El reloj marcaba las tres horas en punto. No existiendo otra opción, pues en ese momento resultaba complicado hallar transporte en cualquier parte de la ciudad, los chicos aceptaron la propuesta de los anfitriones.
–Mi carro está por allá –dijo Ernesto y señaló en dirección a la esquina opuesta.
Debajo de la típica señal de tránsito que establece Prohibido Estacionarse, y sin nada ni nadie que lo rodeara, figuraba el mal aparcado Volkswagen color azul. Polo decía en la esquina inferior izquierda de la cajuela, junto al adorno (rayón) que denotaba descuido. Los chicos rodearon el vehículo analizándolo. Pensaban de qué forma entrarían en escasos centímetros cúbicos. En tanto resolvían el problema geométrico, a su lado pasaron caminando los meseros del Oporto, quienes con mirada de cansado reproche advirtieron el reto que enfrentaban los jóvenes. Soltaron una risa de incredulidad y se perdieron calles más adelante.
–Serás mi copiloto –dijo Ernesto a Salvador–. Eres el más alto de todos. No cabrás en la parte trasera.
–Suele pasar, Rojo. No quepo donde sea. Pertenezco a otro mundo –comentó Salvador con ambigüedad mientras encendía un cigarro–. Llevaré a Olga sentada en mis piernas.
–Mejor que las chicas se vayan atrás –interrumpió Ernesto y sujetó a Salvador del brazo–. No hay que llamar la atención de la policía. Ya sabes.
–Está bien. No quiero que esos putos puercos arruinen mi noche –concluyó Salvador y abrió la puerta del carro para dejarse caer en el asiento, desde donde podía manipular el autoestéreo a su antojo, tal como lo hizo tan pronto pudo.
En la reducida parte trasera del carro, Regina se encontraba alegremente sentada sobre las piernas de Fabio. Julia cargaba a la pequeña Olga, y Carlos gozaba de su célibe estado –la soledad siempre reporta algún beneficio–. Ernesto constató que la palanca de velocidad estuviese en punto muerto. Encendió el ruidoso motor, guiñó el ojo a Julia por el retrovisor, retiró el freno de mano y a toda velocidad avanzó en dirección al futuro domicilio conyugal, no importando que el semáforo marcara el alto y que los límites de velocidad correspondieran a una zona escolar. En las bocinas del Polo sonaba a todo volumen En la Ciudad de la Furia de Soda Stereo, y por lo visto Ernesto, también furioso, o más bien emocionado de sobra, estaba dispuesto a transgredir varias disposiciones del reglamento de tránsito. Hasta ese instante llevaba tres.
En opinión de quienes lo conocían de cerca, Ernesto siempre fue un conductor prudente, a pesar de que sentía pública atracción por la velocidad. La rayadura en la cajuela era la única herida infligida a su vehículo durante los poco más de tres años de conducirlo. Manejar en modo viejito, como decían burlones sus amigos, había funcionado. No obstante, aquella madrugada de domingo las cosas eran diferentes. Quizá debido al súbito efecto del alcohol, tal vez a causa de la presión generada por la unión con Julia, acaso porque, ante los ojos de sus acompañantes, ya no quería ser recordado como el “chistoso pelirrojo de la Facultad”, o posiblemente a consecuencia de que se avecinaba el Día de Muertos, ¿quién lo sabe?, pero esa madrugada Ernesto conducía a velocidades inusuales, sin miramientos, errático, impulsivo, en forma semejante al vuelo de la primitiva mosca que murió calcinada en uno de los focos del Oporto. Nadie, ni siquiera Julia, notó el intempestivo cambio de comportamiento en Ernesto.
La mezcla compuesta de amistad, alcohol, romance, música y velocidad situó a los nóveles filósofos en un colectivo estado alterado de consciencia, en una diversa, aunque generalizada, abstracción: Fabio, aprovechándose del oculto e impune espacio que existía entre la puerta del vehículo y el carnoso muslo derecho de Regina, acariciaba, con sensualidad y destreza, la entrepierna de esta última que a cada meneo terminaba más humedecida. Regina sólo disfrutaba y trataba de contener el placer experimentado que insistía en fugarse a través de quejidos sofocados. Al mismo tiempo, Olga y Julia simulaban encontrase, no apretujadas al interior del carro, sino arriba de un codiciado escenario ante miles de alocados espectadores, y cantaban con desentonada melancolía, poniendo a la vista sus nulas aptitudes artísticas, las canciones de León Larregui que retumbaban en las bocinas. Carlos, agotado tal vez por el prolongado estupor en que estuvo sumergido durante gran parte de la velada, o quizá a falta de compañía sexual, dormía profundamente. Su cabeza impactaba, una y otra vez, incluso con cierto ritmo, el vidrio que sobresalía a medias de la puerta junto a la que iba sentado. Y Salvador, quien fumaba un cigarro tras otro, mostrando nerviosismo, incomodidad, impaciencia por llegar al destino, para sorpresa de los demás no daba rienda suelta a ninguna de sus famosas locuras. En lugar de eso, vinculaba el celular al autoestéreo y reproducía las canciones solicitadas por el público a sus espaldas. Complacidas las peticiones musicales, Salvador, que no dejaba de mover constantemente su pierna derecha, volvía a mirar, meditabundo, a través de la ventanilla cómo edificios, calles, árboles, postes, vehículos, perros y algunas personas quedaban atrás en cuestión de segundos a causa de la velocidad. Conducta bastante rara, y al mismo tiempo apropiada, para un sujeto de su tipo, siempre al borde de la histeria. Los adormecidos sentidos de los filósofos estaban, pues, cubiertos de una espesa bruma que les impedía ver la realidad en toda su expresión.
Con engañosa naturalidad, los neumáticos del Polo color azul giraban violentamente y engullían hasta el más insignificante tramo de camino. Ya no era uno de tantos vehículos. No. Aquella madrugada dicho medio de locomoción se había convertido, gracias a que Ernesto mantenía el acelerador a fondo, en un gigantesco Pac-Man que huía, como tal, de los fantasmas acechantes y devoraba cuanto a su paso estuviera. Las leyes de la física, los principios de la ingeniería automotriz, las calles desérticas, la suerte, los dioses, intercedían por el automóvil y sus tripulantes, así lo demostraba el hasta entonces ajetreado e indemne trayecto. Pero nada en este universo es inmune al hastío, a las excepciones, a las consecuencias de rebasar los confines, a la reacción, al inestable humor de la suerte. Absolutamente todo, tarde o temprano, termina exasperándose, rebelándose, y opta por abandonar su primigenia obligación de actuar conforme a lo esperado, en tal o cual sentido.
Ernesto estaba a punto de pasarse el sexto semáforo en rojo de manera consecutiva, cuando sonaron unos leves timbrazos. Salvador bajó el volumen desde su teléfono y sólo así detectaron el origen de aquel ruido. Era el celular de Ernesto.
–¿Bueno?… Qué pasó, bro. ¿Dónde andas? Sí, todavía en la jarra… Es el pinche Ismael –aclaró Ernesto a los demás apartándose el teléfono–. Dice que viene llegando de viaje y quiere…
Ernesto fue bruscamente interrumpido: el carro cimbró. La rueda delantera del lado derecho cayó en un bache cuya profundidad y extensión fueron suficientes para volcar, impetuosa e instantáneamente, la dirección del vehículo hacia la izquierda, sin que Ernesto –quien, debido a la llamada apenas recibida, sujetaba el volante tan sólo con su mano izquierda– tuviera más opción que soltar el celular e intentar enderezar el curso del carro que se ladeaba cada vez con mayor intensidad como si los gritos y rostros asustados de sus tripulantes implicasen algún peso adicional. La velocidad conjugada con la posición del vehículo, requería únicamente de un elemento adicional, un leve empujón, una mala decisión para desencadenar la catástrofe anunciada por físicos e ingenieros –no así por la suerte o los dioses, pues previo a este tipo de eventos los mismos siempre salen corriendo–. El elemento adicional apareció al momento de que, invadido por la cegadora descarga de nerviosismo, desesperación, angustia e instinto, el conductor pisó con fuerza, como nunca antes, el pedal de freno. En respuesta a esta acción, el automóvil vibró con intensidad, se desestabilizó y siguió andando, aunque esta vez ya no en cuatro ruedas, sino mediante impresionantes giros que permitieron a casi todas las partes del vehículo (puertas, ventanas, toldo, parabrisas, salpicaderas, faros, retrovisores, insignias, placas, etc.) desempeñar, alternadamente, la función de neumáticos. Los viajeros al interior del vehículo fueron presa de una desordenada e incontrolable fuerza centrífuga que los sacudió y lanzó, en medio de gritos, sollozos, groserías, maldiciones y quejidos, por todas partes. Sus flácidos cuerpos, entonces semejantes a los del crash test dummy, cuando no se impactaban entre sí, golpeaban los interiores del carro que los abrazaba impidiendo que ninguno abandonase la dañada pero aún valiosa coraza color azul. Imágenes impactantes, dolorosas, propias de la acción cinematográfica, describían la escena mejor que mil palabras. El vehículo convertido en chatarra hablaba por sí mismo. La Ciudad de México, otra vez, atestiguaba en las primeras horas del día otro espantoso accidente automovilístico.
Marcas en el pavimento, diversos objetos de uso personal, trozos de vidrio e incontables pedazos del automóvil que alguna vez fue el más significativo regalo de cumpleaños para Ernesto, formaban sinuosos caminos al final de los cuales figuraba estático, con las ruedas apuntando al cielo y despidiendo humo, el irreconocible Polo. En su interior también imperaba el desorden. Salvo Ernesto y Salvador, suspendidos de los asientos gracias a los cinturones de seguridad, los otros jóvenes yacían, en descompuestas posiciones corporales, a lo largo de lo que algún día fue el techo del automóvil, y en medio de un lóbrego silencio que rompieron, de forma paulatina, respiraciones agitadas, lamentos y gimoteos.
Carlos salió del shock antes que todos. Consciente de la desgracia, lo primero que hizo fue terminar de romper con ambas piernas, lastimadas y temblorosas, el vidrio de una de las ventanas traseras del carro. Salió de éste lo más rápido que pudo. Una vez incorporado, miró alrededor y advirtió que nadie presenció el accidente. Ningún curioso, ninguna autoridad, ningún daño a terceros. Estaba solo, bajo la fría oscuridad de la madrugada. Recordó lo mucho que odiaba los carros y se preguntó por qué debía estar allí y no en cualquier otro lugar. Durmiendo, por ejemplo.
–¡Puta madre! –exclamó Carlos al ver que de su hombro sobresalía la brillante punta de un pedazo de vidrio que tenía incrustado.
Cubrió la herida con su mano y de inmediato percibió que los nervios eran más poderosos que el dolor. Un revuelto mar de emociones lo ofuscaban. No sabía si llorar, enfadarse o reír ante la suerte de estar prácticamente ileso. Pensó en retirarse a casa, olvidarse de todo y deshacerse de la responsabilidad que suponía despertar primero de la pesadilla. Sin embargo, el remordimiento de sólo imaginarlo impidió que obedeciera a sus más primitivos instintos. “Si los abandonas, el cargo de consciencia no te dejará vivir”, pronunció una voz interna que lo hizo entrar en razón. Cerró los ojos en señal de resignación y se inclinó hacia donde estaban los demás lesionados.
–¡Hey, Regina! ¿Estás bien? –preguntó Carlos mientras sacudía levemente a su amiga–. Toma, límpiate –y ofreció su chamarra.
–Me duele mucho la frente –contestó Regina en tanto contenía la sangre que brotaba de su nariz–. ¿Y tú?
–Se me enterró un vidrio de mierda en el hombro, pero nada más –Carlos mostró la herida.
–¡Dios mío! ¡Está horrible! –Regina se echó a llorar.
–¡Cálmate, por favor! ¡Cálmate! Necesitamos ayudar a los demás.
Regina ayudó a Fabio, quien al levantarse pegó un grito de dolor. Tenía la muñeca fracturada, además de algunos raspones. Carlos, por su lado, intentaba tranquilizar a Olga, la más pequeña y endeble de todas las mujeres presentes, que por fortuna tan sólo tenía cortada la ceja derecha debido, según dejaba entrever la fina línea de sangre que escurría, a uno de los tantos pedazos de vidrio regados en los alrededores del lugar donde terminó el automóvil. Julia, aún dentro del vehículo, se las arregló para abrirse paso entre la comprimida anarquía que la rodeaba. Llegó al sitio del conductor y observó con tristeza que Ernesto, todavía pendido del asiento, balbuceaba entre sollozos y de manera casi inaudible lo que parecían ser reproches. Ernesto aparentaba estar intacto, limpio, pero en realidad un insoportable dolor rasgaba su espíritu. Sabía que era culpable del accidente y eso dolía más que cualquiera de las lesiones de sus amigos, incluso más que las infligidas a Salvador, a quien Ernesto no podía ver sin estallar en llanto y negar con la cabeza.
–¿Cómo te sientes? –Julia preguntó a Ernesto–. Vamos, salgamos de aquí… ¿Qué pasa? –preguntó de nuevo Julia ante la negativa de su novio–. ¡Dime qué pasa, Ernesto!
Ernesto, sin responder, seguía llorando y negando con la cabeza.
–¡Por favor, dime qué te duele! Tranquilo, ya pidieron una ambulancia –mintió Julia.
Ninguna respuesta salía de la boca de Ernesto.
–Tranquilízate. Te sacaremos de aquí… ¡Oigan, ayúdenme acá! –gritó Julia en dirección a donde estaban sus amigos.
Carlos y Fabio se acercaron a la deformada puerta del conductor. Tras varios intentos, por fin lograron destrabarla y abrirla.
–¿Cómo estás? –Carlos preguntó a Ernesto–. No pasó nada grave, Rojo. Ya verás. ¡Fabio, ayúdame! –ordenó Carlos, el más sereno de todos–. Fabio y yo cargaremos a Ernesto. Tú –continúo dirigiéndose a Julia, que aún permanecía dentro del vehículo–, en cuanto te diga, quitas el cinturón de seguridad. ¿De acuerdo?… Uno, dos, tres.
Apenas tocó el mismo plano de sustentación que sus compañeros –donde permaneció inmóvil por un instante a causa del adormecimiento de sus muslos– y Ernesto, con las manos en el rostro, volvió a sollozar.
–¡Yo lo maté! ¡Lo maté! –dijo estrepitosamente Ernesto–. ¡Qué pendejo, soy un pendejo! –concluyó antes de que sus palabras otra vez devinieran en lamentos.
Los chicos, en torno a Ernesto, voltearon asustados a verse entre sí. Entendieron al instante que esas palabras hacían referencia a Salvador, el único que seguía dentro del automóvil, sin dar mínima señal de vida.
–¡No, no es cierto! ¡No puede ser! –gritó Regina y estalló en llanto mientras Olga la tomaba entre sus brazos.
Cerrando los ojos, mirando al vacío o contemplando estupefactos el cuerpo donde alguna vez vivió Salvador, los jóvenes filósofos lamentaban la muerte de éste no exentos de arrepentimiento –pues más de uno deseó un final así para Salvador–, y al mismo tiempo descubrían que sus vidas, desde ese penoso día, ya no serían las mismas. Los sobrevivientes pensaban, ya en la gravedad de sus heridas, ya en la naturaleza de los días venideros, ya en la familia de Salvador, ya en el modo de regresar a casa, ya en algunas pertenencias extraviadas, ya en lo afortunados que eran, ya en por qué nadie presenció tremendo accidente. Pero sólo Carlos reparó en el tremendo lío legal en que acababa de meterse Ernesto. Sin duda, él era culpable de cuanto sucedió. Más allá de los daños a la propiedad pública y de las lesiones causadas a los pasajeros, la muerte de Salvador era el más grave de los problemas que debía resolverse de inmediato, antes de que otras personas conocieran del accidente, antes de que intervinieran las autoridades. Ernesto jamás fue mala persona, sino todo lo contrario: joven tranquilo, amistoso y hasta noble. No merecía ir a prisión, mucho menos sacrificar su futuro. Justa sanción sería para él cargar con la aflicción del error cometido. ¿Hay peor martirio que saberse responsable culposo de la muerte de alguien más? Durante las horas anteriores, las circunstancias tomaron el control. Era momento de tomar el control de las circunstancias. Ningún sentido tenía agravar los daños. Aprendida estaba la lección. Salvador había muerto, pero Ernesto aún podía salvarse de la muerte en vida que es la cárcel. Así reflexionó Carlos telegráficamente y sin más se dirigió a Julia y Ernesto.
–Me siento tan mal como ustedes, pero no debemos permitir que esto se salga todavía más de control –comentó Carlos ante la sorpresa de Julia y Ernesto–. Hay que actuar ya.
–No entiendo. ¿Qué dices? –preguntó Julia con extrañeza.
–Quiero decir que Ernesto puede evitar la cárcel por lo de Salvador –sentenció Carlos directo al grano.
La expresión de sorpresa y angustia que adoptaron los rostros de Julia y Ernesto confirmaron que sólo Carlos anticipó las funestas consecuencias legales del incidente.
–¡No quiero ir a cárcel! –exclamó Ernesto aterrado y miró a Julia.
–¿Qué hacemos, Carlos? –intervino Julia desesperada.
Los chicos que faltaban decidieron acercarse para unirse a la conversación.
–El cuerpo de Salvador –comenzó a explicar Carlos mientras con la mirada involucraba a todos en lo que estaba a punto de decir–. Hay que cambiarlo de lugar. Al asiento del conductor para simular que él iba manejando –propuso al fin y quedó atento a la reacción de sus compañeros.
Los presentes permanecieron helados. No articularon palabra alguna. Nadie quería tomar partido, nadie sabía qué opinar, nadie deseaba comprar más problemas. De cara a la comprometedora y apremiante sugerencia de Carlos, ninguno de los múltiples sistemas filosóficos que los chicos estudiaron y defendieron en la Facultad ofrecía, no digamos la solución, sino al menos una respuesta libre de vacilaciones. ¿En aquel preciso momento de qué servían el respeto irrestricto a las normas defendido por Sócrates, las dos razonesacuñadas por Tomás de Aquino, el panteísmo de Spinoza, la experiencia sensible en el conocimiento de Hume, los imperativos categóricos en la moral de Kant, la etapa estética de la vida según Kierkegaard, la superación del hombre de Nietzsche, la responsabilidad existencial de Sartre, la ideología de Althusser y un largo etcétera de impresionantes y volátiles constructos filosóficos? De nada servían. A veces pensar en concreto resulta más complicado que pensar en abstracto. Las consecuencias, presentes en la primer forma de pensamiento y ausentes en la segunda, son las que marcan la diferencia. Siempre es posible pensar, no así actuar, con total impunidad. En tal fatalismo radicaba la indecisión de los chicos, quienes a medida que los segundos transcurrían, deseaban con ahínco que alguien más tomara la iniciativa, que uno decidiera por el resto.
–Acabo de pedir una ambulancia. Seguro está por llegar –dijo Regina y buscó alrededor suyo alguna luz de torreta.
–Pues entonces hay que apurarnos –replicó Carlos y corrió hacia la puerta del copiloto para ejecutar el plan.
Todos fueron detrás de Carlos, manifestando así su tácita aceptación del plan. El propósito había sido claro. Unos vigilaron que nada ni nadie pudiese percatarse de la arriesgada e ilícita treta. Otros, con la amargura de la muerte a cuestas y la adrenalina de violar la ley a tope, realizaron lo necesario para trasladar el cuerpo de Salvador al asiento del conductor, según lo acordado. El plan, poco a poco, era materializado. Entretanto, cierto indigente salió de la base de unos arbustos en los que estaba oculto y, sin apartar la mirada de los chicos –sin duda vio cómo el cuerpo de Salvador fue manipulado–, cruzó lentamente la avenida blindado con una armadura de sucias cobijas. Al pasar frente al lugar de los hechos, negó con la cabeza, pateó un espejo retrovisor que encontró a su paso y articuló algunas cuantas expresiones que, pese a resultar incomprensibles, indicaban molestia. Los chicos lo miraron de forma amenazante, dándole a entender que sería mejor continuar su camino. El indigente volteó por última vez al lugar del accidente y pensó: “No me pierdo de nada. Esta sociedad que abandoné varios años atrás, está más podrida que nunca. Es mejor estar solo”.
Fabio cerró la última puerta abierta del vehículo: el trabajo estaba hecho. Salvador, víctima y autor del percance, pendía de nuevo, aunque en esta ocasión del asiento del conductor, para mentir una vez más en esta vida y explicarle a la autoridad, a través de su rígido y frío lenguaje corporal, que estaba arrepentido de perder el control del carro y que, por lo mismo, no tenía inconveniente alguno con que la pena fuese capital, pues él pertenecía a otro mundo, tal como alguna vez aseguró. Su vida sería pago proporcional, así pensaba ese nuevo Salvador inerte que por fin haría honor a su nombre.
Luces azules y rojas iluminaron los confundidos rostros de los filósofos. Dos ambulancias y una patrulla arribaron al lugar del accidente. El tétrico sonido de las sirenas, así como el impetuoso proceder de los paramédicos, revivieron en los chicos la tensión que suponían eliminada. Éstos fueron repartidos en el par de ambulancias y recibieron primeros auxilios de inmediato. Al tiempo que sus heridas eran curadas o aliviadas y contestaban preguntas de rutina, observaban, sin poder evitarlo, cómo a escasos metros, justo donde estaba el automóvil volcado, uno de los paramédicos tomó los signos vitales de Salvador y segundos después frunció el ceño y negó con la cabeza.
–Pobre chavo –comentó el paramédico a los policías–. Como siempre les digo a mis hijos, esa madre del alcohol no se lleva con el volante.
–Pero estas nuevas generaciones nada más no entienden. No piensan. De milagro no mató a sus amigos –contestó uno de los policías–. Eso hubiera sido peor. Luego pagan justos por pecadores.
Esta breve conversación, que a los ojos de la mayoría parecería común e incluso ajustada a las circunstancias, para Ernesto representó una violenta puñalada que, cual bien ejecutado sarcasmo, le arrancó un trozo de carne, un poco de sí mismo. Nadie lo entendería jamás, ni siquiera sus compañeros que también experimentaron el evento. Ernesto sufría en silencio y tal vez por eso de manera más aguda. Intuyó que cada segundo de su existencia sería un infierno, un martirio, un peso difícil de soportar. ¿Valdría la pena vivirla?
Otro de los oficiales de policía, que previamente había sacado de la bolsa trasera del pantalón su libreta de anotaciones, caminó en dirección a las ambulancias.
–¿Quién de ustedes me ayuda con unas preguntas? –el policía consultó a los chicos.
–¡Yo! –respondió Julia–. Ya me siento más relajada.
–¿Cómo te llamas?
–Julia Gutiérrez Bárcenas –dijo mientras olía un trozo de algodón humedecido con alcohol.
–Explícame qué fue lo que pasó –pregunto el policía y clavó la mirada en Julia.
Julia miró rápida y discretamente a sus compañeros que se mantenían pendientes y nerviosos ante su posible respuesta.
–El día de ayer nos reunimos en un bar llamado Oporto, donde celebramos… –y Julia relató al oficial todo lo sucedido, menos lo relativo al verdadero conductor.
Y la culpa que invadía la consciencia de los chicos, por lo visto menos sincera de lo esperado, desapareció y en su lugar sintieron profundo alivio. La naturaleza humana, con todo y su indestructible egoísmo despiadado, se imponía una vez más.El destino estaba sellado. Aquellos singulares amantes de la sabiduría, aunque no de la verdad, permanecerían unidos para siempre gracias, no a la Filosofía, sino al sacrificio que ofrendaron al porvenir, a Salvador, el salvador, el gran secreto.
Me parece un cuento interesante, pero lo que me deja siempre sorprendido, es como se va rápido la vida, y lo importante es poder manejar nuestros actos, y siempre el comentar, si tomas, no manejes.
Me gusto.
Agradezco esta lectura la cual me recordo que hasta en las buenas reuniones tenemos que ser precavidos y cautelosos , me envolvi tanto en esta trama de recuerodos y deseos de salir de lo cotidiano recordando que aveces en un segundo se nos puede ir la vida .
un cordial saludo docente
Me encantó este relato “El Secreto”, una historia donde chicos universitarios de la facultad de filosofía y letras de la UNAM, nos hacen reflexionar mucho de cómo el ser humano toma decisiones inesperadas para salvaguardar su esfera jurídica, desde su razonamiento lógico al enfrentarse ante la justicia… Me sorprendió la audacia de Carlos que en medio de la desesperación con mente fría y calculadora evitó que Ernesto pasará su vida en un reclusorio pagando su condena por homicidio culposo y agravando en contra de la vida de Carlos. Lo impactante de esta historia es cuando un indigente es testigo 👁️🗨️ presencial del hecho y como en su más infinito dicernimiento ve que el ser humano es malo por naturaleza, usando su inteligencia para beneficio de sus propios intereses… No importando la realidad de los hechos… Asintiendo que está sociedad es cada ves más malévola y perversa al cuál el abandono por justos razonamientos….
Me pareció muy buen relato , que la ficción supera la realidad!.
¡Es el secreto !🍀
¡Qué fascinante historia! mi reconocimiento