Sobre la presunción de inocencia

“Pocos principios jurídicos son tan fáciles
de formular y tan difíciles de llevar a la
práctica como el principio constitucional
a la presunción de inocencia”.
Francisco Muñoz Conde

Uno de los aciertos del constituyente permanente al efectuar la reforma constitucional en materia penal, publicada en el Diario Oficial de la Federación el 18 de junio de 2008, es el reconocimiento expreso del imprescindible principio de presunción de inocencia, el cual desde entonces se encuentra consagrado en la fracción I, apartado B, del artículo 20 constitucional. De manera sintética, la presunción de inocencia supone que toda persona debe considerarse inocente hasta que exista una sentencia firme emitida por autoridad competente en la se demuestre, fehacientemente, su responsabilidad penal por la comisión de un delito. Este es uno de los principios básicos del Derecho Penal moderno y del Derecho Constitucional en la medida en que tiene por objetivo preservar la libertad de quien está sujeto a un proceso penal.

Anteriormente –previo a la reforma constitucional del 2008–, el texto constitucional mexicano no reconocía, expresamente, el principio de presunción de inocencia. Sin embargo, se entendía que estaba presente a contrario sensu, es decir, de manera implícita en las normas constitucionales que establecen los requisitos que deben satisfacerce para privar a una persona de su libertad al presuntamente haber cometido un delito. Era entonces la jurisprudencia quien se ocupaba de este principio. Así se observa en la siguiente Tesis Aislada:

“PRESUNCIÓN DE INOCENCIA. EL PRINCIPIO RELATIVO SE CONTIENE DE MANERA IMPLÍCITA EN LA CONSTITUCIÓN FEDERAL. De la interpretación armónica y sistemática de los artículos 14, párrafo segundo16, párrafo primero19, párrafo primero21, párrafo primero, y 102, apartado A, párrafo segundo, de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, se desprenden, por una parte, el principio del debido proceso legal que implica que al inculpado se le reconozca el derecho a su libertad, y que el Estado sólo podrá privarlo del mismo cuando, existiendo suficientes elementos incriminatorios, y seguido un proceso penal en su contra en el que se respeten las formalidades esenciales del procedimiento, las garantías de audiencia y la de ofrecer pruebas para desvirtuar la imputación correspondiente, el Juez pronuncie sentencia definitiva declarándolo culpable; y por otra, el principio acusatorio, mediante el cual corresponde al Ministerio Público la función persecutoria de los delitos y la obligación (carga) de buscar y presentar las pruebas que acrediten la existencia de éstos, tal y como se desprende de lo dispuesto en el artículo 19, párrafo primero, particularmente cuando previene que el auto de formal prisión deberá expresar “los datos que arroje la averiguación previa, los que deben ser bastantes para comprobar el cuerpo del delito y hacer probable la responsabilidad del acusado”; en el artículo 21, al disponer que “la investigación y persecución de los delitos incumbe al Ministerio Público”; así como en el artículo 102, al disponer que corresponde al Ministerio Público de la Federación la persecución de todos los delitos del orden federal, correspondiéndole “buscar y presentar las pruebas que acrediten la responsabilidad de éstos”. En ese tenor, debe estimarse que los principios constitucionales del debido proceso legal y el acusatorio resguardan en forma implícita el diverso principio de presunción de inocencia, dando lugar a que el gobernado no esté obligado a probar la licitud de su conducta cuando se le imputa la comisión de un delito, en tanto que el acusado no tiene la carga de probar su inocencia, puesto que el sistema previsto por la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos le reconoce, a priori, tal estado, al disponer expresamente que es al Ministerio Público a quien incumbe probar los elementos constitutivos del delito y de la culpabilidad del imputado”. Novena época, pleno, Seminario Judicial de la Federación y su Gaceta, t. XVI, agosto 2002, tesis P. XXXV/2002, p. 14.

No obstante, a pesar de que el principio a estudio se encontraba reconocido a nivel jurisprudencial, sus efectos en la realidad eran inexistentes. Dada la conformación del sistema de procesamiento penal inquisitivo, tradicional o mixto, era el propio probable responsable quien asumía la difícil tarea de probar su inocencia, situación que no en pocas ocasiones resultaba imposible en función, no sólo de la naturaleza del delito imputado, sino también de la desventaja en la que de suyo todo particular se encuentra frente a la institución del Ministerio Público, el cual, cabe decir, solía llegar al proceso penal con un importante acervo probatorio que, sobre la base de un sistema tasado de valoración probatoria, acreditaba el cuerpo del delito y la probable responsabilidad del procesado. Como es natural, la negación formal de la presunción de inocencia que existía con anterioridad en nuestro sistema jurídico, daba lugar a demasiadas ilegalidades y, en consecuencia, provocaba que injustamente muchos inocentes pisaran los centros penitenciarios en nuestro país.

En la actualidad, como se apuntó líneas atrás, a consecuencia de la mentada reforma constitucional en materia penal, la presunción de inocencia está prevista por la fracción I, apartado B, del artículo 20 de la Constitución. En consonancia con los distintos dispositivos internacionales de los que México forma parte, la presunción de inocencia se ha convertido en un mandato constitucional dirigido, no sólo a los órganos encargados de administrar justicia, sino a todo aquel que sea capaz de violar el principio en cuestión. En efecto, al ser el principio de presunción de inocencia uno de los derechos humanos con los que cuenta toda persona sometida a un proceso penal, su interpretación se debe realizar de conformidad con el principio pro persona consagrado en el párrafo segundo del artículo 1º constitucional, a fin de que esta presunción exista en la vida real.

De igual forma, a partir de la presunción de inocencia se deben desarrollar una serie de previsiones legislativas para asegurar que mientras la sentencia condenatoria no exista, se le causen las menores molestias posibles al inculpado, sobre todo mientras dura el proceso en su contra. Por ejemplo, la presunción de inocencia obliga al legislador a limitar la imposición de la prisión preventiva, como medida cautelar para asegurar que el inculpado no se sustraiga de la acción de la justica, a los casos verdaderamente graves, en los que la persona que ha sido detenida suponga un riesgo cierto y objetivo para la sociedad, es decir, en los que exista una verdadera necesisad de cautela.[1]

Sobre la presunción de inocencia, el eminente jurista italiano Luigi Ferrajoli menciona: “la presunción de inocencia no sólo es una garantía de libertad y de verdad, sino también una garantía de seguridad o si se quiere de defensa social: de esa seguridad específica ofrecida por el estado de derecho y que se expresa en la confianza de los ciudadanos en la justicia; y de esa específica defensa que se ofrece a éstos frente al arbitrio punitivo”[2]. En concreto, la restricción del uso de la prisión preventiva deriva del principio de presunción de inocencia, pero también de la idea iluminista de acuerdo con la cual solamente se puede privar de la libertad a una persona por orden judicial, luego de haberse seguido un proceso donde se haya demostrado su culpabilidad. En eso consiste el principio de jurisdiccionalidad que es esencial para cualquier modelo de juicio que se quiera mínimamente garantista. Al respecto, el mismo Ferrajoli señala: “El imputado debe comparecer libre ante sus jueces, no sólo porque así se asegura la dignidad del ciudadano presunto inocente, sino también –es decir, sobre todo– por necesidades procesales: para que quede situado en pie de igualdad con la acusación; para que después del interrogatorio y antes del juicio pueda organizar eficazmente su defensa; para que el acusador no pueda hacer trampas, construyendo acusaciones y manipulando las pruebas a sus espaldas”.[3]

Los efectos que trae consigo la presunción de inocencia van más allá del simple hecho de considerar a una persona inocente hasta que se le demuestre lo contrario por determinación judicial. De eso nos ocuparemos con mayor detenimiento en el siguiente apartado.

Efectos prácticos del principio de presunción de inocencia

Durante el proceso penal, con independencia de la pieza procedimental en que se halle, la presunción de inocencia se traduce en los siguientes efectos prácticos[4]:

La carga de la prueba corresponde a la parte acusadora, es decir, al Ministerio Público.

Se trata de una afirmación que pudiera parecer obvia, pero que con inexplicable frecuencia se pierde de vista, confundida en un mal planteamiento de los fallos. En ocasiones, los razonamientos fáciles y la inercia de condenar llevan a los juzgadores a revertir la principal obligación de probar, sustentando la condena en la circunstancia de que el acusado no probó su versión de hechos, sin analizar de manera conveniente si el órgano de acusación probó eficazmente, sin duda alguna, la existencia del delito y la responsabilidad del imputado. Esto sucedía con suma frecuencia en el sistema de procesamiento penal tradicional.

El acusado debe ser juzgado por un tribunal independiente e imparcial.

La noción de independencia, bien entendida, supone que el juzgador en todo caso sólo es súbdito de la legalidad, de la verdad y de la razón; a nadie en particular le debe sus decisiones, aunque ciertamente debe cumplir con el verdadero sentir social exclusivamente en la interpretación adecuada de las normas jurídicas. El juez es obviamente parte del Estado, pero debe ser la parte más objetiva y reflexiva de éste. No puede, por ende, prejuzgar la inocencia ni decidir con base en factores que estén fuera de los hechos del juicio y de las normas aplicables. Cuestión que no es fácil y a veces exenta de popularidad si se piensa que hay casos e imputados que antes de la sentencia del juzgador, prácticamente ya han sido enjuiciados y condenados por gente ajena a las partes en el proceso, como son los medios informativos o por personajes con cierto protagonismo público (“líderes de opinión”).

El acusado no puede ser obligado a declarar en su contra.

Es el sentido del denominado “derecho a guardar silencio”. Esto implica no solamente la ausencia de cualquier tipo de presión para obtener el eventual reconocimiento de culpabilidad, sino la supresión total de consecuencias legales por negarse a declarar o por no hacerlo en algún momento determinado. De esa manera, resultaría contrario a la presunción de inocencia concluir en alguna resolución que el imputado es culpable (o que se presume su culpabilidad) solo porque se negó a declarar o por haberlo hecho con posterioridad a la primera oportunidad que tuvo en el procedimiento.

Para emitir una condena el juez debe estar plenamente convencido, fuera de toda duda razonable, de la culpabilidad del enjuiciado.

Esto implica asumir, de entrada, sin reticencias ni prejuicios, la inocencia del imputado, bajo el entendido de que las decisiones judiciales en materia penal no son actos meramente declarativos, sino que implican afectar bienes preciados de los gobernados, como son la libertad, la dignidad y el patrimonio. Por tanto, debe existir plena seguridad de que se aplica una sanción a quien, para su desgracia, la merece.

Parte necesaria de este efecto legal de la presunción de inocencia es el aforismo in dubio pro reo, recogido en diversas tesis jurisprudenciales de nuestra Suprema Corte de Justicia y de los Tribunales Colegiados, mismas que en esencia establecen que el alcance del referido principio es la absolución del acusado ante la ausencia de prueba plena.

El acusado podrá valerse de todos los medios que estime necesarios para su defensa.

Al imputado no se le deben poner obstáculos, sino todo lo contrario: se le deben facilitar los medios para que obtenga las pruebas que requiera para su defensa, pues hay que entender el hecho de que muchas veces se encuentra privado de su libertad y, por tanto, limitado para allegarse de pruebas. No olvidemos que en el proceso penal el imputado enfrenta al poder del Estado; por tanto, ese desequilibrio de fuerzas debe solventarse incluso a nivel normativo.

La actividad probatoria de cargo debe sujetarse estrictamente a las reglas del debido proceso legal.

Las pruebas de cargo deben obtenerse de manera lícita, de acuerdo con las normas legales que rigen en materia procesal, bajo pena de nulidad absoluta (es decir, ni siquiera podrían considerarse parcialmente para sustentar una condena). Habría que agregar que tales probanzas no sólo deben cumplir con reglas formales sino con una congruencia lógica interna y externa, esto es, verosímiles por sí mismas y en la medida en que se relacionan unas con otras. Hay necesidad, pues, de que el juzgador, bajo esos dos lentes (el de la formalidad legal y el de la lógica) justiprecie los elementos probatorios en que se basa la acusación.

Se deben garantizar un mínimo de molestias y consecuencias para el imputado, como efecto del proceso.

Si dentro del proceso penal y en relación al imputado se debe tomar una entre dos o más opciones, la autoridad siempre se decantará por la menos negativa o gravosa. Ello no se circunscribe a cuestiones de fondo, sino en cualquier punto inherente a la situación del imputado. Vale decir que incluso el hecho de que en nuestro país exista una clasificación legal de delitos considerados como graves y el impedimento para que el inculpado de alguno de tales ilícitos pueda estar en libertad durante el proceso, es vista como una circunstancia que atenta contra el principio de presunción de inocencia.

Los medios de comunicación frente a la presunción de inocencia

La presunción de inocencia, como principio estructurador tanto de la manera de juzgar como del tratamiento que se le debe dar al procesado, debe oponerse, incluso, frente al criterio generalizado (opinión pública) que pueda expresarse dentro del tejido social respecto de un proceso en lo particular. En este sentido, los medios de comunicación masiva tienen una gran incidencia en la percepción social de los procesados y de la actuación de las partes involucradas en un proceso penal. Por ello, debe tenerse siempre presente, sobre todo por parte de los jueces la presunción de inocencia entendida como derecho humano, de lo que deriva su carácter contramayoritario. Como apunta Luigi Ferrajoli: “ninguna mayoría, por más aplastante que sea, puede hacer legítima la condena de un inocente o subsanar un error cometido en perjuicio de un solo ciudadano”.[5]

En torno a este particular, Héctor Fix-Zamudio apunta: “Las consecuencias de esta publicidad ilimitada [la que hacen los medios de comunicación], se advierten en el desarrollo de programas en los cuales algunos periodistas, con independencia de la investigación oficial, realizan pesquisas e interrogan a testigos y sospechosos, sin preparación técnica que tiene la policía, el ministerio público y los jueces de instrucción, con lo cual se propicia un proceso penal paralelo, con el riesgo de que los inculpados se lleguen a juzgar por millones de telespectadores con los procesos escenificados durante su tramitación así difundida… esta conducta de los comunicadores implica más que la voluntad democrática de que no se oculten ciertos asuntos, un sorprendente retorno al sistema de acusación privada, inclusive de linchamiento colectivo que no favorece ni a la búsqueda de la verdad ni tampoco el retorno de la paz debido al riesgo de reacciones sociales en cadena”.[6]

A diferencia del mexicano, existen sistemas jurídicos en los que el respeto por el principio de presunción de inocencia se ha logrado gracias a la rigidez de sus legislaciones. Por ejemplo, el Derecho Francés no sólo exige que los jueces tomen en consideración el principio en comento, sino que también prohíbe que de manera pública (sobre todo en los medios informativos) se señale a un sujeto determinado como responsable del crimen que se le imputa, cuando todavía no haya una sentencia condenatoria definitiva; prohibición con consecuencias legales que pueden comprender el pago de una indemnización económica a quien no respete esa presunción[7]. Es decir, en otros países la obligación de que un sujeto sea presumido inocente en tanto no exista sentencia que determine lo contrario, no únicamente constriñe a los órganos jurisdiccionales, sino a cualquier autoridad. Considerando a la presunción de inocencia un derecho humano, en México es posible hacer una interpretación conforme a la que sea posible obligar a toda autoridad a respetar el principio de presunción de inocencia.

Nuestro país ha sido testigo de muchos asuntos en los que la presunción de inocencia es notoriamente transgredida, sobre todo en los casos de mayor resonancia pública, donde los acusados, irremediablemente y de manera tajante, terminan siendo juzgados por el tribunal de la mayoría, contra el cual, cabe decir, no procede recurso alguno.

Claro es que la presunción de inocencia representa uno de los temas centrales de nuestro sistema de justicia penal; tema respecto del cual ninguna reflexión será suficiente. De ahí su ingente actualidad.


[1] Carbonell, Miguel. “Los derechos fundamentales en México”, 3ra. edición, México,  UNAM, Porrúa,  2009, p. 733.

[2] Ferrajoli, Luigi, citado por Carbonell Miguel en  ibídem, p. 734.

[3] Loc. Cit. 

[4] Martínez Cisneros, Germán. “La presunción de inocencia. De la Declaración Universal de los Derechos Humanos al Sistema Mexicano de Justicia Penal”, pp. 260-263,  en: http://www.ijf.cjf.gob.mx/publicaciones/revista/26/RIJ26-12DMartinez.pdf

[5] Ferrajoli, Luigi, citado por Carbonell Miguel en  Ob. Cit., p. 738.

[6] Fix-Zamudio, Héctor. “Aproximación al estudio de la oralidad procesal, en especial en materia penal”. Estudios jurídicos en homenaje a Cipriano Gómez Lara, México, Porrúa, UNAM, 2007, p. 236.

[7] Martínez Cisneros, Germán. Ob. Cit., p. 237.

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