Para Triple R
La súbita noticia reajustó mi puntualidad. Fui el primero en llegar, incluso antes que la propia anfitriona, pero el último en acercármele, fiel a la timidez que todavía, pese a mi semblante rugoso, no logro disimular del todo. Soy un hombre curtido por las desgracias, sí, pero en circunstancias como estas, lo confieso, de nada sirve semejante atributo. Me enfrento a una experiencia distinta a todas las demás, y vaya que atesoro varias e insólitas. Carezco de referentes. Ignoro cuál es la frase exacta, el ademán apropiado, la fe religiosa con que debo proceder. Actúo a tientas. ¿Necesito bajar o levantar la mirada? Tampoco lo sé, aunque en buena medida es su culpa: era ella quien siempre se encargaba de colorear nuestros días, de escribir el libreto y, sobre todo, de gobernar la conversación. Yo sólo me esforzaba por ser un no tan ridículo bufón capaz de avivar su escandalosa alegría; papel secundario que hoy resulta infantil, impropio, inútil. De ahí proviene este titubeo del que, estoy seguro, se habría burlado con la brutal honestidad de una niña amparada por el amor. Nunca olvidaré sus risas despreocupadas, rebeldes, tan rebosantes de libertad, las únicas que han vencido la boba amargura que me tiene al borde del divorcio existencial. Brotaban de esos labios hipnotizantes, hidalgos, involuntarios mensajeros de la paz que endulzaban cada palabra hasta convertirla en un militante más de su irresistible influencia, como sucedió desde la primera vez, en aquella calurosa tarde de carnaval cuando acepté un reto que uniría nuestras existencias durante los mejores meses de mi cansada vida.
En mi mente aún vive la anécdota casi intacta: entramos dando tumbos, con sed, no tanto de sorber un flotante de limón hasta el dolor de sienes, como sí de seguir echando desmadre. En el bochornoso interior con olor a mantequilla derretida, antes de que nuestro escándalo interrumpiera su entusiasta jaraneo, un matusalén de sonrisa tridente, a quien apodaban “El mosco”, interpretaba Tres veces heroica no exento de ensayado orgullo, como si del himno nacional se tratara.
–Cállense, chamacos cabrones –dijo entre risas doña Adela, la dueña de la lonchería.
Al negocio de doña Adela íbamos hasta cuatro veces por semana. Se trataba de un local pequeño y humilde, pintado de un color marfil que alguna vez fue blanco, en algunas partes invadido por el cochambre, donde desfilaban sin parar tanto los músicos frustrados como los éxitos de gramola. Un lugar nada extraordinario, ciertamente ajado, pero atractivo para la flota porque constituía un punto intermedio entre nuestras aburridas casas y las cantinas a las que aún no podíamos entrar, una suerte de sana introducción a la vida bohemia del puerto.
–¿Les preparo lo de siempre, chamacos? –nos preguntó doña Adela.
–Sí, lo de siempre –respondieron al unísono mis dos amigos.
–Yo no quiero nada –dije sin estar muy seguro del por qué y para la sorpresa de todos.
–Bueno, salen dos tortas de pierna y dos flotantes de limón –anunció doña Adela mientras limpiaba nuestra mesa a toda velocidad.
“El mosco” terminó de cantar seguido de unos aplausos por compromiso, tan desganados y lentos como él mismo. Metí la mano al bolsillo del pantalón en busca de monedas: una para el viejo y otra para hacer hablar a la rocola. Entregué a “El mosco” su vítor en metálico, y de pronto un par de emotivos codazos llamaron mi atención.
–¡Loco, loco…! ¡Te hablan allá! –dijo uno de mis amigos al tiempo que con sus cejas en alto señalaba hacia el frente.
Seguí el imaginario camino trazado por las cejas de mi amigo hasta que el recorrido visual chocó con Yuli quien, sentada en la barra de la lonchería, sin apartarme la mirada, tomó una de las mitades de su torta de milanesa y, antes de ponérsela en la boca, dijo en voz alta y con tierna firmeza: “¡A que no te atreves!”. La invitación era clara, contundente, dirigida hacia mí, el mozo que siempre la había pretendido desde las sombras de la cobardía. La suerte al fin tocaba mi puerta. Sólo tenía que corresponder la invitación mordiendo la torta en el extremo opuesto a su boca para, al cabo de unos cuantos bocados, encontrarme con sus labios, como en aquella clásica escena donde La Dama y El Vagabundo se besan por accidente al comer espagueti. La ecuación resultaba simple, pero incluso siendo así, ¡tonto de mí!, no lograba animarme, romper de golpe la timidez que me confería (y me sigue confiriendo) un halo de falsa prudencia. Entonces comenzaron los “¡Órale, no seas puto!”, típico grito de guerra entre mi flota, y no tuve más opción que ir por esa torta de milanesa o, para ser más exactos, por la chica que se ocultaba detrás de ella, por el genuino noviazgo que desde entonces y por alrededor de ocho meses marcó mis días.
El sabor de la torta, el número de mordiscos, la reacción de doña Adela y mis amigos, el destino de la moneda que resguardaba en una de mis manos, son aspectos que traigo a mi memoria con esfuerzo miope, pues en su momento ni siquiera les presté interés. En tanto ejecutaba el reto abriéndome paso entre bolillo, carne empanada, queso Oaxaca, aguacate, lechuga y jitomate, yo sólo tenía los ojos puestos en Yuli. A ratos sorprendido, a ratos feliz, a ratos orgulloso, admiraba esos vellos que resaltaban la blancura de sus brazos por arte (luego supe) del agua oxigenada; ese par de ojos almendrados que sólo conocía gracias a los retratos occidentalizados de Cristo; y, ¡ah, de nuevo!, esos labios mitológicos que me siguen cautivando y que hoy… se mantienen serios, sellados, lívidos y adornados con un rojo apresurado, en eterno silencio.
A punto de darle la última despedida, a un costado de su féretro, todavía escucho a Yuli diciéndome en voz baja y con fúnebre firmeza: “A que no te atreves”. Ya no hay candor ni tortas ni besos de por medio, sólo una profunda tristeza que me paraliza. ¿Cómo pasamos del “hola” al “adiós”? Esta vez no podré con el reto.