Ayer te vi en mi espejo

Ayer te vi en mi espejo, oh vértigo,
fulgor que niega y crea mi existir,
en la hendidura ardiente de tu mirar,
ojo sin párpado, puro, impávido.

Te vi lejano, en límite inválido
donde la carne muere y nace idea,
y supe que mi herida te desea
más que a la cura, más que a salvación,
porque eres mi caída y ascensión,
mi límite quebrado, fiebre y marea.

En mi imperfección te ahogo y te pierdo,
te entierro vivo bajo mi arcilla,
y aun así tu luz, que todo humilla,
penetra ardiente, me consume y muerdo.
¡Oh dios que soy, oh dios que no recuerdo!,
te alzo en mi cima y quiebro en mi coro,
te nombro, al borde de mi grito imploro,
te invoco, al filo mismo de agonía;
y sé que, al fin, tu voz y voz mía
son un mismo abismo que temblando recorro.

Y quizá —si es que existe desenlace—
cuando el último velo se derrumbe,
no te halle frente a mí, sino en mi cumbre,
arquitecto que nunca estuvo aparte,
sino esperando el gesto de mi arte
para que yo recuerde lo que fuiste:
el espejo donde ayer te vi, triste,
siempre fue mi rostro que arde.

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