Desde la concepción más elemental de los derechos se nos dice que éstos llevan implícito un deber de cuyo cumplimiento depende la posibilidad de su ejercicio. O sea, que ser titular de un derecho es apenas el inicio de lo que podría (o no) convertirse en su ejercicio. En tratándose de los derechos, por tanto, es necesario distinguir entre titularidad y ejercicio, sobre todo en tiempos donde los derechos (al menos en términos formales) son una ganga, cuando no una dádiva. Titularidad, es el reconocimiento que el orden jurídico hace a las personas de los derechos que les corresponden por el solo hecho de ser personas. Mientras que ejercicio es la materialización de los derechos de que una persona es titular siempre que ésta cumpla con determinados requisitos previstos en el propio ordenamiento jurídico. Esta diferenciación explica por qué, por ejemplo, los menores de edad (para quienes la prudencia es un raro compañero), si bien tienen capacidad de goce (titularidad de derechos), no cuentan con capacidad de ejercicio (posibilidad jurídica de hacer realidad esos derechos que poseen). Fatalidad, esta última, tan consabida como normalizada.
La relación entre los derechos y su ejercicio es, pues, uno de los aspectos más fundamentales de la teoría de los derechos, los cuales implican no sólo su existencia formal en el marco jurídico, sino también una serie de responsabilidades y condiciones que deben cumplirse para su efectivo ejercicio. En este sentido, la titularidad de un derecho no debe ser confundida con su ejercicio, lo que a menudo se convierte en un factor determinante en el auge del populismo. Esta dinámica se manifiesta de manera particularmente prominente en contextos donde el acceso a ciertos derechos se permite sin la exigencia del esfuerzo personal, propiciando así un caldo de cultivo ideal para prácticas populistas.
Como bien señala Michael Walzer, “la justicia no es simplemente un asunto de derechos, sino también de deberes; y, si no tenemos el compromiso de hacer que quienes tienen esos derechos los ejerzan, entonces la justicia es meramente una ilusión” (Walzer, 1983). A partir de esta premisa, es más que evidente que la mera existencia de derechos no garantiza su ejercicio efectivo. La titularidad de un derecho no necesariamente implica su ejercicio, su puesta en práctica, su nacimiento en la vida real, pues para ello hace falta algo más: cumplir con una serie de condiciones que reafirmen y legitimen el ejercicio del derecho de que se trate.
Un claro ejemplo es el derecho laboral al salario mínimo. Si bien, como sabemos, todas las personas tenemos derecho a percibir por nuestro trabajo una contraprestación en dinero no inferior al salario mínimo diario general vigente, esta potestad, per se, no implica que por el mero hecho de ser personas tengamos la posibilidad de exigir el pago de al menos un salario mínimo diario. Lógico es que para estar en condiciones de exigir el pago de un salario mínimo, el titular previamente necesita satisfacer una serie de requisitos. A saber: a) Ser formalmente empleado por un patrón; b) Desempeñarse en la categoría para la que fue contratado bajo una específica jornada laboral y en un determinado centro de trabajo; y c) No ubicarse dentro de uno de los supuestos en virtud de los cuales puede retenerse parte de su salario (deudas con el patrón, créditos hipotecarios, pago de pensiones alimentarias, etcétera). De nuevo: el reconocimiento de un derecho no implica su inmediata materialización, y aquí es donde surgen las desigualdades y las tensiones que pueden ser explotadas por movimientos populistas.
Por otra parte, el ordenamiento jurídico también reconoce el principio de igualdad con arreglo en el cual deben establecerse todos los derechos y deberes, so pena de ser contrarios a este principio y, por ende, al corpus iuris de los derechos humanos. A la luz de esta igualdad en sentido amplio, los derechos deben suponer estructuras normativas equivalentes, de manera que unos no impliquen mayores condiciones que otros, o incluso que unos operen sin la satisfacción plena de los requisitos previos que posibilitan su ejercicio.
Sobre esta base, en el caso del derecho al sufragio, se observa una disonancia que es, a la vez, preocupante y reveladora. Mientras que, en el caso de numerosos derechos (como el derecho laboral al salario mínimo que hemos puesto de ejemplo), se requiere el cumplimiento de condiciones previas e insoslayables, la posibilidad de ejercer el derecho al voto es bastante más accesible y menos demandante. El jurista español José Carlos Ruiz señala que “la democracia es un bien frágil que puede ser fácilmente socavado por el abuso de derechos que parecen universales” (Ruiz, 2015). Esta fragilidad se observa en el contexto del sufragio, donde el derecho se otorga casi de manera automática, por el simple “mérito” de haber cumplido la mayoría de edad, independientemente de la capacidad del votante para entender las implicaciones de su elección. Este fenómeno crea un campo fértil para el populismo, que a menudo se alimenta de la ignorancia o la desinformación.
Así, cabe preguntarse: ¿por qué en el caso de determinados derechos, como lo es el de sufragio, donde claramente el titular de los mismos (ciudadano) debería dar muestra de haber satisfecho ciertos requisitos previos (relativos a la responsabilidad democrática que hay detrás del voto informado), se permite un ejercicio automático o por default? En otras palabras: si para la obtención de un salario mínimo diario se me exige como persona cumplir con una serie de requisitos previos para ejercer ese derecho del que soy titular, ¿por qué no aplica la misma exigencia en tratándose del sufragio, sea activo o pasivo, máxime en un contexto donde impera el principio de igualdad, como lo es nuestro ordenamiento jurídico? La razón, me parece, no halla sustento en la naturaleza del derecho de sufragio. Dado el alcance de este derecho, que de lograr la más completa de sus consecuencias podría traducirse en la legitimación (sufragio activo) u obtención (sufragio pasivo) de un cargo público de representación popular, resulta innegable que al titular del derecho deberían exigirse una serie de condiciones sin las cuales no podríamos hablar de ejercicio del sufragio.
En consecuencia, la razón de esta sinrazón (como diría Don Quijote de la Mancha) más bien obedece a un uso indiscriminado y faccioso de los derechos por parte del poder populista. Estimo que el populismo, así como las decisiones políticas que en ocasiones que sirven de él, son los responsables de que nuestro ordenamiento jurídico reconozca derechos para cuyo ejercicio no se exige nada más que el simple e involuntario hecho de ser personas.
El populismo se nutre de la idea de que los derechos deben ser garantizados sin que se requiera un esfuerzo por parte de aquellos que los poseen. Es una ilusión seductora que puede generar un efecto de seguridad y satisfacción inmediata en la población. Sin embargo, esta comodidad puede resultar contraproducente, ya que al no exigir esfuerzo ni responsabilidad, deja a las personas vulnerables a la manipulación y al control por parte de líderes populistas que prometen la instalación de derechos sin condiciones, en un ejercicio de demagogia que la historia ha demostrado ser destructivo.
En un análisis crítico, Jan Zielonka advierte que “los populismos se alimentan de la desigualdad y la desconfianza en las instituciones, ofreciendo soluciones simplistas a problemas complejos” (Zielonka, 2018). La proposición de derechos que no exigen esfuerzo permite que el discurso populista florezca, al ofrecer respuestas sencillas a las complejidades de la vida política y social. Este fenómeno es alarmante, especialmente en democracias, como la nuestra, donde la protección de los derechos humanos debería ser el pilar fundamental de la convivencia.
Cerrar la puerta al populismo requiere de un esfuerzo consciente por parte de los legisladores y de la sociedad en su conjunto. La igualdad ante la ley, un principio básico del Estado de Derecho, no debe ser un concepto vacío, sino un compromiso activo de garantizar que el ejercicio de los derechos esté sostenido por la responsabilidad y el esfuerzo individual. De esta manera, una reforma integral que contemple la exigencia de ciertos criterios para el ejercicio de derechos fundamentales, como el sufragio, podría fomentar una mayor responsabilidad ciudadana, al tiempo de contribuir a la consolidación de democracias más fuertes y resilientes.
Así como sería un sinsentido pagar salarios mínimos a todas las personas, por el solo hecho de serlo, así también resulta por demás absurdo que se reconozca el derecho al sufragio a prácticamente a todos quienes respiran. Es una verdad incómoda, sí, pero necesaria y urgente de poner de manifiesto.
Una vez atravesado el Rubicón no hay vuelta atrás. Nuestros tiempos son tan difíciles y oscuros, que de nada sirve moverse entre los grises, deambular en la indeterminación. Es hora de reconocer que, en el ambivalente mundo de los derechos y deberes, la comodidad puede tener consecuencias devastadoras. La irrevocable verdad que nos enfrentamos es que si no abordamos con seriedad las exigencias del ejercicio de los derechos, estaremos sembrando las semillas de un populismo que progresivamente erosionará los cimientos de nuestras democracias. La lucha por una sociedad más equitativa y justa empieza por exigir responsabilidad en la titularidad y en el ejercicio de cada derecho, y de esta manera, proteger la integridad de nuestras instituciones democráticas.