“El hombre es un ser tan esencialmente,
tan necesariamente moral que,
cuando niega toda moral, esta negación
es ya el núcleo de una nueva moral”.
–Maurice Maeterlinck
La realidad es, refiriendo a lo que Goethe nos dice en su Fausto, “un mar eterno, un tejer cambiante, un vivir ardiente”. Como aquel Monje a la orilla del mar –nacido del talento arrojado por el pincel de Caspar David Friedrich– que con absorta soledad está situado en los confines de un monstruoso horizonte donde la separación entre cielo y agua, alto y bajo, virtuoso y superfluo, esto es, la dicotomía de la vida, resulta ligeramente perceptible, así se muestra el intelecto ante el impacto de un pequeño astro que, con una luz muy tenue, resplandece junto con otros componentes en el inmenso firmamento de la realidad cognoscible. Con lo monstruoso siempre en la mirada, así viven los hombres superiores (cuya presencia es exigua entre todo lo coetáneo) dispuestos a dejar que su pensamiento se hunda en lo hasta ahora incomprensible, con el propósito supremo de que se enfile, una y otra vez, hacia la eterna búsqueda de nuevos intentos de configuración para labrar, tal como el gesto nietzscheano en el semblante de Zaratustra nos expresa, “la morada del Superhombre”, es decir, el verdadero fin de la humanidad: la superación del hombre.[1]
Muchos pensadores se han preguntado: ¿es conveniente caminar, ya no sólo sobre el suelo firme de lo generalmente aceptado, sino también sobre la liquidez de lo desconocido? La mayoría responde en sentido negativo y decide quedarse en el terreno seguro, en el cómodo espacio deslindado por el corral donde habitan. ¿Acaso no es hora de hacerse a la mar, de sacudirse a través del pensamiento todo cuanto es venerado como virtuoso? ¿No es éste el tiempo de la transvaloración de todos los valores[2], el tiempo del ocaso de todos los rumiantes y del nacimiento del libre pensamiento?
A partir de esta hebra, todavía desde la lejanía, pretendo hilar el gen que un día dará vida al auténtico Derecho, a ese verdadero “orden coactivo de la conducta humana”, a esa valiosa herramienta tan incomprendida y mal empleada que hoy corre presurosa tras la nada. El Derecho en la actualidad, como se desprende del “pensar” de los “grandes eruditos” de mi época, es todo menos Derecho. Este parpadeo de todo cuanto se ha visto, esto es, el saber contemporáneo –producto de la naturaleza humana considerada como virtuosa– es incapaz de comprender la verdadera esencia y función del Derecho o, en el peor de los casos, ya por comodidad (pues a la mayoría les resulta más fácil morir que pensar), ya por temor (propio de todo espíritu malogrado que es lo suficientemente pequeño para no resistir el cruel peso de la realidad dionisiaca), se resiste impetuoso a reconocer el profundo sentido que alberga en su interior –en cuyo caso estaríamos en presencia de una silenciosa complicidad y no de una lastimosa incapacidad–.
He deslizado el gatillo y el arma ansiosa quiere dispararse, pero ¿a dónde dirijo el tiro? En las líneas que siguen explicaré, a manera de una pincelada, cuál es mi osada posición respecto a la esencia y función del Derecho, hasta ahora incomprendidas. Sin embargo, me reservaré el tiro para un mejor combate, pues de lo contrario excedería con creces el objeto de la presente reflexión corriendo el riesgo de errar en mi puntería. Todo quedará en un simple amago.
Démosle, pues, un poco de ritmo a mi voz para aguijonear hasta los oídos más reacios al sonido. ¿El Derecho ha sido incomprendido en lo relativo a su esencia y función? Es común escuchar, incluso en los discursos –cada vez más ricos en forma, pero pobres, muy pobres de contenido– de las personas más prestigiadas y con mayor autoridad de mis días, el manido argumento según el cual el Derecho es concebido como una de las más brillantes invenciones de la razón humana –suponiendo con infantil benevolencia que todo proviene de la razón– al servicio de la sociedad para hacer posible la convivencia entre sus miembros. Algunos terminan con esto, pero otros, los más versados, los más sabios, los iniciados, agregan a la formula conceptos tales como bien común, paz social, seguridad jurídica, justicia, equidad y demás ideales axiológicos que no son otra cosa sino la consecuencia inmediata del ascenso al fin supremo. Supongo que hasta este punto todo cuanto se libera del presidio de lo selvático estaría de acuerdo, sin embargo… ¿esto es suficiente? Para los seres débiles cuyo apetito es saciado de un solo bocado, es harto apropiado. No obstante, ¿qué sucede con los más hambrientos, con los más delicados paladares? Pese a que la teleología bajo la que se ensambla al Derecho es imprescindible, lo cierto es que resulta poco precisa, insuficiente y de segundo orden. ¿No es el Derecho lo suficientemente capaz de servir al hombre en empresas más poderosas? ¿Acaso no es el Derecho, en auxilio de la razón, el que nos puede mostrar el camino hacia las alturas, hacia los fríos vientos, hacia la superación del hombre? Con esto concluye el primero de mis gestos.
Desde un ángulo distinto, pero posando la mirada en la misma dirección cual cazador observando tenazmente a su presa, es imperioso resaltar otro de los yerros cuyo perfume se respira, cuando menos por olfatos como los míos, en el ambiente jurídico vigente. Con el propósito de asegurar la consecución de este fin, resulta necesario centrar nuestra atención en el ayer para inquirir sobre una de las pisadas más firmes que ha dado el hombre por cuanto hace a su valioso contenido simbólico. En efecto, para estar en condición de quitar el engañoso velo que oculta la razón de ser del Derecho, debemos aludir al principio, al génesis, al germen, a la causa que decreta la sustancia y el orden que guarda todo cuanto, material o abstracto, nos rodea y que fue revelada –de manera involuntaria– a través de un minúsculo acontecimiento: me refiero a la creación del vasum[3], esto es, al nacimiento del recipiente para contener toda clase de líquidos. ¿Qué despertó en el hombre la necesidad de elaborar vasos para contener el agua? Sin duda, su imposibilidad física de manipular cuerpos cuya composición natural es distinta, es decir, la preocupación por contener el líquido vital en un utensilio que le brindara la certeza que sus tontas manos no le daban. Es ante su limitación innata como el hombre se percata de que necesita herramientas que le permitan realizar lo que él por sí mismo no puede, pues consciente es de su entorno, donde no sólo existe la realidad sólida, respecto de la cual se tiene una firme certeza con motivo de la manipulación a que puede ser sujeta; sino que además hay una realidad líquida[4], que representa a la incertidumbre por antonomasia, en el sentido de que sus características dependen de las condiciones que pueda allegarle el hombre a través de sus distintas invenciones.
Con la creación del vaso –y de otros instrumentos, claro está–, la humanidad se encontraba en un estado que le permitía contemplar la combinación de luces emitida por la interminable travesía que se le presentaba ante sí. “¡Si se quiere que todas las cosas percibidas sean susceptibles de ser pensadas, todas tienen que doblegarse y someterse ante nosotros!”, así sentenciaban los primeros hombres. “¡Tan pronto el hombre inserta un sentido en el acontecer y lo avasalla, lo domina, lo traduce a una forma que es adecuada para él, es decir, lo viste de certeza!”, así continuaban, jactándose de todo, aquellos primeros hombres. De suerte que, acompañado de un vaso, el hombre era amo y señor del agua. Podía tomar toda la que deseara sin preocupación alguna (salvo la intranquilidad latente por la posible pérdida del vaso), ya que, una vez más, tenía certeza y no había forma de que el agua, contenida en el recipiente, se escapara de la misma manera trágica en que, tiempo atrás, escurría invariablemente entre los dedos de sus manos. El último eslabón de la cadena evolutiva ejercía, por fin, pleno dominio sobre el líquido de la vida, al grado de ya no sólo ocuparse en verterlo, sino que, además, decidía la cantidad, forma y manera de protegerlo al interior de sus utensilios. Es así como, de manera progresiva, surgen diversos tipos de vasos caracterizados por estar constituidos a partir de los más resistentes y lujosos materiales y por adquirir formas y tamaños que ciñen su contenido a la forma que ellos dictan. Todo en función de posibilitar el cumplimiento de la finalidad a la que fueron destinados: contener, proteger y dar forma a la realidad líquida.
Ahora bien, ¿cuál es mi pretensión con lo departido en las líneas anteriores? Es momento de adentrarse en el visceral fondo de lo corpóreo, de lo real, de lo tangible y entintar ciertos rasgos de la metáfora precedente para hacer de su semblante un indicio más claro. Comenzaré por el principio para proceder con lógica.
Todo procede de la dualidad existencial que nos envuelve. Ante nuestra razón –o sin razón, tal vez– desfila la vida y la muerte, lo corpóreo y lo incorpóreo, lo perceptible y lo imperceptible, lo conocido y lo desconocido, lo finito y lo infinito, la altura y la bajeza, la superioridad y la vileza, el bien y el mal, lo útil y lo inútil, el cielo y la tierra, el más allá y el más acá, el día y la noche, el hombre y la mujer, la juventud y la vejez, la felicidad y la tristeza, el hambre y el hastío, el saber y la ignorancia, la certeza y la duda, lo sólido y lo líquido… ¿Se trata sólo de una consecuencia del lenguaje? ¡No!, pues hasta el mismísimo lenguaje se bifurca en descriptivo y performativo[5]. Es una interrogante a cuya resolución plena no ha tenido acceso la razón humana; una duda que se encuentra, precisamente, en el polo de la incertidumbre, de lo desconocido, es decir, para escribirlo en términos nietzscheanos, se trata de un embrollo “más allá del bien y del mal”.
A raíz de esta permanente disyuntiva –¿y por qué dos y no tres o cuatro opciones?– el hombre se ve obligado a erigir su mundo de tal manera que sea posible existir rodeado de una serie de fuerzas opuestas que pesan, como interacción gravitatoria, sobre todo ser pensante. Ante la incesante necesidad humana de crear certezas más allá de sus cuerpos, ciertos espíritus antípodas han engendrado un conjunto de instrumentos, materiales e ideales destinados a esculpir la senda por la que debe transitar la terrorífica incertidumbre. Y así es como los golpes del conocimiento humano eligen su destino: se cultivan las semillas de la certidumbre en el árido y movedizo suelo de lo ambiguo, para que en el mañana se cosechen los productos o se intente de nuevo con otros gérmenes ante el frustrante resultado. Existe en el hombre una fuerza interna que lo impulsa a luchar contra la incertidumbre, sin embargo, en muchas ocasiones, su ánimo es sofocado por su propia debilidad. Tal es el caso de la batalla alzada en contra del flujo social. ¿Existe mayor incertidumbre que las relaciones humanas, que la vida en sociedad? ¿Ahora se comprende la razón primigenia de la que nació el Derecho?
Dada la liquidez de la realidad social que nos rodea, se precisa de un fuerte recipiente que, además de contenerla, le de uniformidad, seguridad y certeza. Es decir, al ser el terreno social de mi época la máxima representación de la incertidumbre, debemos poner en marcha la maquinaria intelectual para confeccionar el más adecuado “vaso jurídico” que no se limite sólo a contener, sino que se aventure a moldear, proteger y definir a la liquidez gregaria que, como se sabe, corre peligro de derramarse y adquirir la forma que determinen los vendavales de la incertidumbre, dirigiéndose, por sí misma, a su acabamiento, esto es, a su completa evaporación. ¿Qué mejor recipiente que el Derecho para contener a la escurridiza vida social de nuestros días? ¿Por qué los grandes intelectuales de mi época no lo han entendido así? ¿Por qué en lugar de ello optan por decir que el prometedor Derecho debe ajustarse a la malograda sociedad y no ésta al Derecho? ¿Qué clase de mentecato sostiene que el agua le da forma al vaso y no el vaso al agua? El Derecho debe ser el recipiente que confiera forma a la liquidez social en tanto esta última revista dicha calidad, y no a la inversa, o sea, que la encargada de esculpir la figura del Derecho sea la sociedad –como durante mucho tiempo se ha pensado–, pues de ser así todo quedaría reducido a un chiste de mal gusto, a una farsa, a una sandez que atenta, en la medida en que no existe forma definida alguna, contra el fin último del hombre: su superación. ¿Qué sentido tendrían las carreteras si fueran los automóviles los que determinan el camino? ¿Qué sentido tiene el Derecho si sólo es el reflejo de una sociedad enferma? ¡Ninguno! El Derecho oficia de conductor del tren que se dirige hacia la estación del “Superhombre”, en tanto el destino es alcanzado; es quien determina el camino y las escalas que median entre el lugar de origen y el supremo destino. ¿Se entiende mi declaración de guerra?
Para que el grafito del dibujante pueda acariciar el papel y dibujar la apasionante evocación de la desnudez femenina, se precisa contar, de manera previa, con la presencia de la escultural belleza de una mujer que sirva de modelo. De manera similar, para que el Derecho pueda dibujarse a partir de la vida social, se requiere de la existencia una sociedad que sea digna de usarse como arquetipo. ¿Es la sociedad mexicana del siglo XXI el modelo idóneo de todo dibujante, de todo legislador, de todo juez y de todo mandatario? La respuesta aflora por sí sola: ¡No! No hay nada más equivocado que percibir a nuestra sociedad como modelo. Entonces, ¿por qué seguir afirmando que el Derecho debe supeditarse a las exigencias sociales, a lo que dicte la voz social? ¿Tan ciegos son quienes afirman esto? La idea de que el Derecho debe adecuarse a lo dictado por la sociedad que le vio nacer, sólo es posible en la medida en que dichos dictados sean lo suficientemente superiores en virtud de haber sido pronunciados por las fauces de una mejor sociedad. El Derecho obedecerá a la sociedad, cuando las condiciones de ésta así lo ameriten. ¡El Coronel sólo se cuadra ante el General, no ante el común de la tropa! Con esto termina el segundo de mis gestos y es momento de guardar el arma.
¿Estamos en condiciones, ya no sólo de observar, sino de también palpar, oler y escuchar? Pues bien, en síntesis, la esencia y función del Derecho han sido, por mucho, tergiversadas, y la humanidad tendrá que hacer el mayor de sus esfuerzos para recuperarse de las heridas que le han sido inferidas a consecuencia de esto. En una sociedad como la nuestra, se requiere –con urgencia– de un Derecho que desempeñe la función del vaso, es decir, que contenga, proteja y de forma al líquido social, hasta que la voluntad enfriadora haga posible solidificar a la incertidumbre para constituir la “sociedad sólida” del futuro. En efecto, la voluntad nos indica que el vaso será de utilidad sólo por un tiempo, pues llegará el día en que seremos capaces de caminar, como el propio crucificado, sobre la superficie de las inmensas aguas en las que hoy nos sumergimos, pero no por la gracia de alguna especie de divinidad, sino en virtud del intenso enfriamiento que terminará por convertir a las aguas en un firme hielo repleto de certeza. En tales condiciones, será el hielo el que determine la forma del recipiente que pretenda contenerlo: será la sociedad la que determine su Derecho. Como el zapatero que ajusta su calzado a los pies del hombre; como el sastre que confecciona sus prendas en función del cuerpo; como el sombrero que se amolda a la cabeza; así el Derecho en el futuro emitirá sus normas a la medida de sus destinatarios. ¡Manos a la obra, mentes enfriadoras!
La función del Derecho radica en encauzar a la humanidad hacia su superación, hacia el siguiente eslabón evolutivo, no limitándose a sólo permitir la convivencia pacífica social, el bien común, la justicia –cualquier cosa que eso signifique–, etc., pues estos fines son, como se dijo, de segundo orden; son la consecuencia, el producto, el resultado de la consecución del fin último del hombre: su superación. ¿Por qué hoy día el Derecho sólo se preocupa por hacer posible la convivencia del rebaño y no hace nada para que las ovejas dejen de ser ovejas? ¡He aquí las semillas de las que en un futuro surgirá la mejor de las cosechas!
[1] “…Yo os anuncio al Superhombre, el hombre es algo que debe ser superado, ¿qué habéis hecho para superarlo?…El hombre es una cuerda tendida entre la bestia y el Superhombre, una cuerda sobre un abismo, peligrosa travesía, peligroso caminar, peligroso mirar atrás, peligroso temblar y pararse. Lo grande del hombre es que es un puente y no una meta, lo que se puede amar en el hombre es que es un tránsito y no un acabamiento…” (Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra).
[2] Una de las posiciones filosóficas más importantes a las que dio lugar Friedrich Nietzsche principalmente en su obra Más allá del bien y del mal.
[3] Raíz etimológica del término vaso.
[4] Término acuñado por el sociólogo y filósofo polaco Zygmunt Bauman, principalmente en su obra Tiempos líquidos: vivir en una época de incertidumbre, en la que se nos dice que la “sociedad moderna líquida” es aquella en la que las condiciones en virtud de las cuales se desempeñan los individuos, cambian antes de que sus formas de actuar se consoliden en hábitos o rutinas determinadas. Dicha sociedad está marcada por una actitud ante la vida de carácter transitorio y fractal, basada en la incertidumbre provocada por la rapidez con la que operan los cambios en la actualidad. En este orden de ideas, resulta conveniente señalar que en el presente escrito el término “realidad líquida” es empleado únicamente para denotar la liquidez de nuestra realidad, es decir, la incertidumbre existente en nuestro entorno. Por lo que el lector deberá ceñirse a esta apreciación y no concebir el término de una manera tan amplia como lo hace el propio Zygmunt Bauman.
[5] Según el pensamiento de John Langshaw Austin, el lenguaje performativo es aquel que no se limita a describir un hecho, sino que, a partir de su empleo, es decir, al ser expresado, da como resultado la realización de un hecho. No sólo describe, sino que, además, crea.
Mucho se ha dicho sobre que el derecho es aquél que regula la conducta del hombre en sociedad, marcado como la definición por excelencia. El artículo hace cuestionarnos desde que perspectiva regula el Derecho a la conducta y si este es adaptable a la sociedad o viceversa. El “vasum” como lo llama el autor es el recipiente que contiene a la realidad líquida la cual comprendo es la misma sociedad, siendo así la sociedad es quien debe adaptarse al derecho para obtener la forma de su recipiente y que finalmente se solidifique en un hielo que ya no requiera del derecho o vaso para evitar derramarse.
Ahora, según el artículo, ¿Cuál sería la verdadera función del derecho? Sería el evitar que se tenga una conducta social fuera del derecho y que se contenga en un recipiente de marco normativo, que el derecho no sea diseñado a los placeres y voluntades del poder si no que contenga y evite abusos de los propios legisladores, porque el derecho intenta moldear la conducta del individuo quien a su vez y como lo dijo Nietzsche, ser un “SuperHombre”, es decir; una mejor persona moralmente (sin opresores religiosos) superándose a sí mismo.
Al hacer un supuesto imaginario de la lectura, creo que el derecho es un medio y no un fin, un medio para tratar de lograr la inalcanzable perfección humana, pero que seguirá en constante cambio para que el humano del futuro, sea mejor al del presente.
La función social del derecho es regular las relaciones entre individuos y grupos, garantizar la convivencia pacífica, proteger derechos fundamentales, y promover la justicia y la igualdad en la sociedad, sirve de guía para el comportamiento y resuelve conflictos, buscando el bienestar colectivo.