Reflexión generada a partir de la obra El Jurado Seducido de Luis de la Barreda Solórzano
“Tranquilo, tus desgracias soportaste, tú,
de la suerte el golpe y el halago recibiste
con ánimo sereno… Encuentre al hombre yo
que no sea esclavo de la pasión, y vivirá en mi
pecho, junto a mi corazón, como tú vives…”.
–Hamlet a su amigo Horacio
Sin duda, “la vida es una comedia para aquellos que piensan y una tragedia para aquellos que sienten”, tal como aseveraba con gran atino el escritor londinense Horace Walpole para hacer referencia a los resultados cosmogónicos del vetusto antagonismo que separa a la razón de la emoción[1]. Por eso la mayoría de las personas, conscientes de esta “irreconciliable oposición”, prefieren inclinar la balanza hacia uno de los opuestos y manifestarse partidarias, bien de la razón, bien de la emoción. Así, por ejemplo, hay quienes sostienen, como Antoine de Saint-Exupéry en voz de su famoso Principito, que “es con el corazón como vemos correctamente, [pues] lo esencial es invisible a los ojos”; mientras otros afirman, a la manera en que lo hizo el histórico Sherlock Holmes de Arthur Conan Doyle, que “no existe combinación de sucesos que la inteligencia de un hombre no sea capaz de explicar”. Vemos, pues, como en tratándose de la interpretación de nuestra realidad la lucha entre las fuerzas apolínea (caracterizada por la razón, el orden y la claridad) y dionisíaca (cuya singularidad parte de la emoción, del caos y de la confusión) ha sido una constante.[2]
Pero… ¿Qué pasa cuándo de justicia se trata? El referido antagonismo, invariablemente, termina por agravarse, pues si la justicia se asume como criterio, como parámetro, ya no sólo importarán la razón y la emoción, sino que además habremos de ocuparnos de la justicia en sí misma, so pena de ser injustos –por tautológico que parezca–. En efecto, si bien todas las decisiones tomadas en nuestra existencia revisten, per se, cierta importancia –no en vano, como decía Jean Paul Sartre, el decidir es uno de los más grandes pesares del ser humano derivado de su indefectible libertad–, aquellas que se hacen a nombre de la justicia –o de lo que entendemos por justicia, para ser más exactos– resultan ser aún más trascendentales, debido a que dicho valor supremo, a la luz del imaginario social vigente, a veces es racional, en ocasiones emocional, por momentos una combinación de razón y emoción, y en algunas otras circunstancias ni una ni otra, gracias, sobre todo, al fuerte relativismo axiológico que rodea a la propia justicia.
Basta recordar que, de todos los valores existentes, la justicia ocupa un lugar preponderante y, por tanto, privilegiado: se puede ser irrespetuoso, infiel, deshonroso y hasta enemigo, pero jamás injusto; de hecho, todos los antivalores encuentran su justificación bajo el cobijo de la justicia: cuando lo justo recae sobre la falta de respeto, de fidelidad, de honradez y de amistad, no hay mal alguno que perseguir. De esto se sigue que las decisiones, en el terreno de la justicia, no pueden provenir de simples apegos racionales o emocionales, sino de algo más complejo: de una emoción racionalmente equilibrada.
Ya hace más de dos mil años, Platón relataba en el Critón –uno de los diálogos platónicos más importantes– cómo Sócrates defendía, por encima de todo e incluso de su propia vida, el trascendente papel de la justicia para la conservación y progreso de la sociedad; papel que, poco tiempo después, fue recogido por Aristóteles en su Ética nicomáquea para conceptualizar a la justicia, en sentido lato, como la proporcionalidad de los actos, esto es, como el justo medio entre el exceso y el defecto; noción que, a nuestro entender, es una de las apreciaciones conceptuales más relevantes de todas cuanto se han hecho en torno a la justicia, en función de los beneficios pragmáticos que implica. Por ello, a lo largo de esta reflexión, la justicia será entendida a partir de la remota apreciación aristotélica, sin tomar en cuenta aquellas otras concepciones que, según pensamos, no han más que abonado al oscurecimiento del valor fundamental en comento.
Y es que precisamente este es el tópico central abordado por Luis de la Barreda Solórzano en su obra El jurado seducido: la justicia. Pero no se trata de una justicia pura, abstracta y ajena, propia de un texto eminentemente filosófico, sino de una justicia contaminada, deformada y emocional, o sea –y para decirlo en pocas palabras–, una justicia demasiado humana, la cual, lejos de limitarse a una sola dirección, deambula y afecta relaciones de toda clase: tanto aquellas que se producen entre las propias personas, como las que se generan entre éstas y las autoridades. En este sentido, desde ahora conviene apuntar que únicamente haremos referencia a la “justicia emocionalmente afectada” que proviene de los órganos encargados de procurar e impartir justicia penal en nuestro país, dejando en el tintero, para una posterior reflexión, todo lo relativo a la influencia que ejercen las emociones a la hora de tomar decisiones de efectos interpersonales. Esto se debe a que, desde nuestro punto de vista, la justicia que mayor atención merece es aquella que encuentra sus orígenes en los tribunales previamente establecidos por el Estado para garantizar el orden jurídico y, así, la armonía social, esto es, la justicia institucionalizada, pues a partir de ésta es como los bienes sociales más preciados pueden resultar severamente afectados de manera legítima y, en cierto sentido, de forma irreversible.
Así, entonces, a través de las siguientes líneas daremos cuenta de las conclusiones a las que es posible arribar tras leer las concisas y elegantes reflexiones desarrolladas por Luis de la Barreda Solórzano en el texto de mérito. Sirviéndonos de dos de los interesantes y controvertidos casos expuestos en El Jurado Seducido (caso de María Teresa Landa y el caso de la anacrónica pareja conformada por Vili Fualaau y Mary Kay Lotourneau), por un lado, pondremos de manifiesto cómo la naturaleza humana, entre otras cosas, siempre aspira, quizá gracias a su capacidad de visión y de inconformismo, a obtener el extremo contrario de aquel donde se halla; y, por el otro, sostendremos que, ante los errores cometidos al interior de nuestro sistema jurídico desde tiempos remotos, la reforma constitucional del dieciocho de junio de dos mil ocho, misma que trajo consigo la implementación del sistema penal acusatorio, adversarial y oral, fue una valiosa oportunidad para crear la simbiosis entre razón y emoción que esté al servicio de la procuración e impartición de justicia en materia penal.
Pues bien –ya entrando en materia–, sabemos que una visión de la naturaleza humana que pasa por alto el poder de las emociones resulta ser, como afirma Daniel Goleman, “lamentablemente miope”[3]. La noción misma de homo sapiens, la especie pensante, es por demás contrastante con la nueva valoración y visión que ofrece la ciencia respecto al lugar que ocupan las emociones en la vida diaria. El empirismo nos enseña que, cuando se trata de dar forma a nuestras decisiones y acciones, las emociones cuentan tanto como la razón y, no en pocas veces, cuentan más[4]. Para bien o para mal, la razón puede no tener la menor importancia cuando dominan las emociones y, por ello, dicha circunstancia connatural al ser humano no puede soslayarse al momento en que analizamos los factores cuya influencia es inevitable para los decisores jurídicos.
El frecuente predominio de la emoción sobre la razón se encuentra brillantemente ejemplificado por Luis de la Barreda Solórzano a través de los diversos casos que narra en su obra, pero el caso de María Teresa Landa[5]no tiene igual al respecto: fue este asunto el que, entre otras cosas, propició el tránsito hacia un marco de seguridad jurídica más sólido en nuestro país, con el acabose del sensible jurado popular. Así es, la injusta absolución de María Teresa Landa en el año de 1929 –y se habla de injusticia porque no existe duda alguna respecto a la culpabilidad de la Señorita México en el homicidio de su entonces esposo– pone de relieve que la ineficacia de los sistemas de procuración e impartición de justicia en nuestro país no es un asunto novedoso, sino que se remonta a principios del siglo XX, época durante la cual las emociones, más que las razones técnico-jurídicas, eran determinantes en el criterio de los juzgadores –léase, jurado popular–; circunstancia que, como era de esperarse, fue hábilmente aprovechada tanto por el Ministerio Público como por los abogados postulantes, quienes conjuntamente desvirtuaban al derecho, haciendo de éste un simple mar de retórica hueca, un solo ordenamiento rector de los certámenes de oratoria que constituían el contenido de las audiencias penales en aquellos tiempos.
El legado histórico que representa el caso de María Teresa Landa nos obliga a reparar en el hecho de que el jurado popular –no obstante sus bondades democráticas–, al margen de lo que se piensa con base en el prototipo norteamericano, siempre estará supeditado a las emociones, sobre todo a consecuencia de razones que sobran decir al ser atinentes a la naturaleza humana[6]. De manera que, con lo dicho hasta aquí, es posible sostener que México, en un primer momento, optó por darle más importancia a las emociones como principal elemento para dirimir las controversias de trascendencia jurídica. Por ello, según pensamos, la eliminación de los jurados populares representó, dentro de nuestro sistema jurídico, un paso de suma importancia para caminar hacia el tan ansiado garantismo penal, circunstancia que, desde esta lejanía temporal, debe seguir celebrándose. Imaginemos cuál habría sido el destino de María Teresa Landa sin el jurado popular, cuál hubiese sido la resolución emitida por un juez de derecho, qué matices pudo haber tenido una justicia fundada, no en la oratoria, sino en el derecho… Sin duda, la historia no sería la misma.
Este fue el motivo que impulsó al Estado mexicano a eliminar el jurado popular y adoptar un sistema judicial en el que las controversias jurídicas son resueltas por un juez de derecho. En efecto, fueron múltiples asuntos que de manera similar al de María Teresa Landa culminaron en el reconocimiento de las mejores habilidades retóricas y escénicas de un abogado sin importar que ello entrañase una injusticia en el caso concreto, los que propiciaron la instauración de un régimen totalmente opuesto, es decir, un sistema de impartición de justicia donde el formalismo jurídico y la pericia de quien decide constituyen la principal característica. En una primera instancia, tal como sucede con muchos de los fenómenos presentes en esta realidad cognoscible, se pensó que la solución a los problemas generados por el jurado popular se hallaba en la implementación de un sistema de procesamiento totalmente opuesto en el que imperase la norma jurídica y nada más, desechando las bondades del anterior régimen –dentro de las que podemos destacar, por ejemplo, el carácter vivencial que posibilitaba la obtención de un conocimiento directo–. Sin embargo, con el paso del tiempo, los operadores del foro jurídico mexicano fueron experimentando las deficiencias que traía consigo el más reciente sistema de procesamiento, pues éste, al ser excesivamente formal, dejaba escapar muchos de los factores que se encuentran detrás de los hechos de trascendencia jurídica y que, por lo mismo, deben ser tomados en consideración, a pesar de no ser parte del contenido de la norma jurídica. En este tenor, es posible concluir que en épocas más recientes nuestro sistema jurídico privilegió a la razón por encima de las emociones a la hora de dirimir alguna controversia de impacto para el derecho.
Lo anterior puede advertirse claramente de la narrativa que, en lo concerniente a la asimétrica relación sostenida entre Vili Fualaau y Mary Kay Lotourneau, hace Luis de la Barreda Solórzano en su obra[7]. Salvando las agudas emociones presentes entre los protagonistas de la historia, este caso reviste particular importancia sobre todo porque pone de relieve el exacerbado formalismo –el cual, en ocasiones, deviene en cerrazón– presente en las autoridades, en este caso, de Seattle, Estados Unidos, mismas que se acogieron plenamente a lo establecido por la norma jurídica, dejando escapar ese sentido humano insoslayable para juzgar la conducta de nuestros pares, y gracias al cual, en la historia que nos ocupa, los juzgadores hubiesen estado en condiciones de percatarse de la atípica circunstancia presente ante sus ojos.
Pero este no es el único ejemplo a partir del cual podemos darnos cuenta de la perniciosa cerrazón jurídica de los juzgadores de derecho, basta con echar un exiguo vistazo a la realidad jurídica nacional para reparar en esta circunstancia: la preponderancia que con los jueces de derecho se da a la norma jurídica, ha provocado que sea ésta, y no las personas de carne y hueso, la que desempeñe un papel fundamental cuando de impartir justicia se trata. En el cambio que fue de las superfluas emociones a las rígidas razones jurídicas, nuestros predecesores no pudieron deshacerse de su condición humana, más aún de su nacionalidad mexicana, toda vez que, fielmente a lo reproducido por el resto de la sociedad, el constituyente permanente a cuyo cargo estuvo el cambio en cuestión, no fue capaz de transitar adecuadamente para depurar los vicios y potenciar las virtudes al santiamén en que se tiende a la innovación, limitándose, por el contrario, a sólo saltar de un extremo a otro, bajo la obtusa e irrisoria concepción de que los problemas del infierno se encuentran en el cielo, de que el problema de lo negro encontrará solución en lo blanco, evadiendo todo punto medio.
En vista de lo anterior, se colige que la historia del sistema jurídico mexicano, hasta antes del año dos mil ocho, caminó no sin sufrir penosos y constantes tropiezos que hoy a la distancia nos permiten lanzar una crítica y, a partir de ella, rescatar y desechar, respectivamente, los beneficios y perjuicios que tuvieron lugar tiempo atrás, con el propósito de no incurrir en el error al que hacía referencia Marco Tulio Cicerón cuando decía: “Quien olvida su historia está condenado a repetirla”.
Así, pensamos que el constituyente permanente, al efectuar la reforma constitucional del dieciocho de junio de dos mil ocho para implementar el sistema penal acusatorio, adversarial y oral, tuvo una visión muy afortunada por cuanto hace al tema que nos encontramos desarrollando, pues procuró armonizar las experiencias arrojadas por el tiempo, estableciendo un terreno en el que las contiendas jurídicas se diriman a partir de una emoción racionalmente equilibrada que prescinda tanto de las trivialidades como de los exacerbados formalismos (esto se logra, en gran medida, gracias a la inmediación y oralidad, principios medulares del actual sistema de procesamiento penal). Así es, el sistema penal acusatorio se erigió como una valiosa oportunidad para conciliar lo que mucho tiempo se pensó totalmente opuesto: la razón y la emoción; pues sólo de esta manera la seguridad jurídica de las personas se nutre considerablemente, habida cuenta de que sus derechos ahora no están supeditados ni a la capacidad retórica de los litigantes, ni a la difusa versión contenida en un expediente.
Por esta razón, la labor que ahora descansa sobre el grueso de los operadores jurídicos contemporáneos estriba en promover, salvaguardar y eficientar la justicia apolíneo-dionisíaca que legó el dieciocho de junio de dos mil ocho, haciendo hincapié en dos de los principios procesales más innovadores de esta reforma constitucional: los principios de oralidad e inmediación; so pena de echar por la borda las experiencias gestadas a lo largo de más de ochenta años.
En efecto, es con motivo de la oralidad y de la inmediación –principios instrumentales estrechamente relacionados– como la justicia en materia penal adquiere la objetividad e imparcialidad que tanto se necesitan para contrarrestar los elevados índices de impunidad e incertidumbre jurídica existentes, y, así, aspirar a la aplicación de la ley con base en la emoción racionalmente equilibrada sobre la que ha versado la presente reflexión, pues de esta forma los decisores jurídicos, además de experimentar directamente el desenvolvimiento de los procesos penales –hecho con el que tienen una visión más amplia acerca del asunto sometido a su consideración–, aprecian todas aquellas circunstancias que van más allá de un expediente ordinario.
[1] Nótese que a lo largo del presente ensayo, a diferencia de lo que se sostiene en la obra que lo motivó (El Jurado Seducido, Las pasiones ante la justicia), se empleará el término “emoción” en lugar de “pasión”, pues, de conformidad con lo que sostiene el psicólogo Daniel Goleman en su conocido libro La inteligencia emocional, aquél engloba a éste, existiendo, de hecho, una relación de género y especie entre dichos términos: la emoción es el continente, la pasión uno de los contenidos.
[2] Para los efectos de esta reflexión, la dualidad razón-emoción será entendida a la luz de lo conceptuado por la mitología greco-romana a través de las divinas personalidades de Apolo y Dionisio, dioses olímpicos que, respectivamente, simbolizan al orden y al caos, a la prudencia y al éxtasis, a la razón y a la emoción; de ahí la razón de los términos apolíneo y dionisiaco. Para ahondar más sobre las implicaciones mitológicas de dichas deidades, véase Grimal, Pierre, Diccionario de mitología griega y romana, Barcelona, Paidós Ibérica, 1994, 672 pp.
[3] Goleman, Daniel, La inteligencia emocional, México, Vergara, 2006, p. 22.
[4] Idem.
[5] Joven capitalina congratulada como la primera Señorita México en el año de 1928, sujeta a uno de los procesos penales más famosos del siglo XX en nuestro país, por haber privado de la vida a su esposo bígamo, el General Moisés Vidal.
[6] Prueba de ello lo es el sistema jurídico norteamericano, donde la presencia del jurado popular hace que los abogados, más allá de asumir posturas eminentemente jurídicas, lleven a cabo una especie de teatralización, de pantomima jurídica, cuyo objetivo no es sino el de mover fibras sensibles de los integrantes del jurado.
[7] La historia de Vili Fualaau y Mary Kay Lotourneau constituye uno de los precedentes jurídicos más ejemplares de la cerrazón normativa que, no en pocas veces, orienta el criterio de los jueces al dirimir una controversia, incluso de aquellos que forman parte de uno de los sistemas jurídicos más respetados a nivel mundial, como lo es el norteamericano. Este caso, ocurrido en la Ciudad de Seattle, fue producto de la relación sentimental sostenida entre Vili Fualaau y Mary Kay Lotourneau, quienes al iniciar dicho vinculo contaban, respectivamente, con 13 y 34 años de edad, lo cual generó una consternación social tal que hizo a Mary Kay Lotourneau acreedora a una sanción de siete años y medio de prisión por el delito de violación, no obstante de que la convivencia existente entre esta pareja, como declaró el propio Vili Fualaau en reiteradas ocasiones, era totalmente consensuada.
Más allá del análisis que, en torno a este caso, puede hacerse de los diversos factores cuya influencia resultó determinante para emitir la resolución de que se habla –como lo fue la presión social y mediática–, a través de este ejemplo se hace patente lo pernicioso que es resolver conflictos tomando en cuenta, única y exclusivamente, el formalismo jurídico dictado por la norma.